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Desconozco la influencia que pueda tener un poeta como Dylan Thomas en las nuevas generaciones de escritores españoles. Sí me acuerdo de lo importante que fue para Claudio Rodríguez, pero me temo que el gran Claudio sea hoy tan desconocido entre nosotros como el propio Thomas. Cuando murió Dylan Thomas, en 1954, acabábamos de dejar las cartillas de racionamiento. Nuestros años cincuenta no estaban para poetas que no fueran imperiales o clandestinos. Nada que ver con el mundo anglosajón de un galés, borracho y cobarde, que sobrevivía gracias a su voz, locutor de radio y degustador de berberechos. Alcanzaba tales cotas de alcohol que hubiera podido decir, como nuestro novelista Juan Benet cuando le ingresaron: “¿Usted acostumbra a beber?”. Y responder: “¡Media Escocia!”.

Dylan Thomas falleció, según las biografías canónicas, tras consumir, uno tras otro, dieciocho whiskies, 18. Pero con el tiempo se ha sabido que no fue el alcohol lo que le mató, sino el tratamiento de urgencias del doctor Milton Felstein, que le suministró cortisona y morfina. Letal. Tenía 39 años y escribió poemas brutales y relatos hermosos que leía por la radio. La vida es así, lo suyo era locutor, nada más trascendental. En una sociedad donde los poetas habían pasado por Oxford y Cambridge, este tipo dejaría una estela rara, tortuosa, de poeta arrogante en su riqueza imaginativa de alcohólico provocador, capaz de mear ante una convención de personalidades de la cultura reunidas en la mansión de Charles Chaplin –Thomas Mann contemplaba la escena– o de ponerse a cagar, literalmente, entre los setos del rectorado de la Universidad de Santa Bárbara.

Estuvo a punto de venir a España en los años trágicos, pero le dio pereza. ¿Qué hubiera hecho un hombre como él en este berenjenal nuestro? “La única idea democrática sobre la igualdad humana es que todos somos tan trágicos como cómicos: todos moriremos un día, todos tenemos nariz”. Esta singular y apabullante idea sobre la humanidad está incluida en el libro que ha provocado este artículo. Son las Cartas de amor de Dylan Thomas, publicadas por una editorial de la que desconozco todo, por buen nombre Siberia, de Barcelona.

Cartas de amor. La gama que ofrecen las de Dylan Thomas van desde la pasión desenfrenada, aunque haya que añadir que siempre atenuada por un alcohol superior a 40 grados, que no le quitan vigor pero que le dan cierta distancia y un juego de metáforas que sólo un gran poeta sería capaz de ofrecer. “Lo único que quiero es hablar de ti, ya sé demasiadas cosas de mí, llevo durmiendo conmigo veintiocho años ya, o casi…”. Para aprendices literarios; lean estas cartas, aprenderán tanto como yo, incluso las trampas del oficio, y las del varón, en las que se confunden las misivas que mandó a la esposa con las de sus amantes. ¡Ese momento feliz, en el que escribe a una de sus queridas, por demás poeta, “demasiados adjetivos, demasiado azúcar… Es casi como comparar a Milton con Stilton”, un queso!

Un gran escritor, y si además es poeta, constituye una singularidad en la literatura que está a merced de achaques no controlables, capaz de apostillar en una carta de amor: “¡Maldita pluma! ¡No me la juegues!”. Era pobre y si hubiera podido ser rico se lo hubiera gastado en las botellas, las drogas y la irresponsabilidad de un padre de tres hijos a los que quería mucho cuando se acordaba. Pero la vida es rutina y lo suyo era otra cosa. Fascinó a Igor Stravinsky, un tipo difícil, que le hizo una proposición que hubiera cambiado su vida, una ópera juntos, pero que apenas inició. Malcolm Lowry, otro dipsómano genial, entendió cuando se vieron que eran almas gemelas, pero entonces Lowry era una promesa acabada y nuestro Dylan Thomas un corredor de bolos poéticos por Estados Unidos, país que detestaba, hecha la excepción de San Francisco, “la más hermosa ciudad del mundo”.

Por favor, léanlo, sabrán cómo se escribe sin echar gorgoritos. Las cartas van bajando de calidad y fuerza conforme la decadencia se viene encima; demasiado alcohol y demasiada droga hasta llegar a aquel hotel de Nueva York, la ciudad odiosa para él, el famoso Chelsea Hotel, aquel al que Leonard Cohen dedicará un homenaje con fondo de Janis Joplin. (“Volviste a decirme que tú preferías a los hombres bien parecidos, pero que conmigo harías una excepción”). Lo que quedó de todo aquello, la purria, el residuo, la mierda, que hubiera dicho Thomas, es más notable que esas pajas mentales de los evocadores. Fueron grandes y murieron pronto. Dejaron cartas de amor que debemos leer como en un devocionario, porque son plegarias a la libertad, a la pasión y sobre todo a la diferencia.

La casualidad hizo que la lectura de las cartas de amor de Dylan Thomas coincidiera con la muerte de Franca Rame, 84 años menos 20 días, una mujer de amor, de un solo amor, intenso, pasional. Seguro que dejará notas y cartas, porque lo suyo con Dario Fo tenía mucho de leyenda. Cincuenta, sesenta años de amor compartido son como una carta en papel continuo. Adoro la figura de Franca Rame, a la que desgraciadamente conocí poco en escena, pero cuya personalidad siempre me emocionó por su valor, por su audacia y por su fidelidad. Aún recuerdo cuando denunció a su marido en un programa de televisión, máxima audiencia italiana, porque creía que la había engañado. Hizo cartas de amor en toda su vida, porque fue teatrera desde los ocho días, digo bien, ocho días, cuando salió en brazos de su madre a un escenario por primera vez, en Genoveva de Brabante. Y luego, cómo agarró contra la pared a aquel tímido de mierda que no se atrevía –hay actores tímidos mientras no pisan el escenario y se vuelven dioses– y le enseñó lo que una mujer puede demostrar a un tipo con agallas limitadas, cuando le quiere.

Una carta de amor, eso fue Franca Rame, la chica de varietés que tenía un talento para hacer lo más difícil, el teatro más comprometido, el relato de unos años de plomo en la Italia de la corrupción y el miedo. La violaron y torturaron cinco neofascistas en 1973. Aún conservo la foto del jefe de la banda, Angelo Angeli, un colaborador de la policía. Ella tardó ocho años en escribir su Violación, una pieza imprescindible de nuestro teatro más radical. Luego fue senadora, porque era de la gente que creía, no en Dios, ni en la Iglesia, sino en la posibilidad de cambiar su sociedad, y la eligieron con el partido Italia de los Valores, del juez Di Pietro. Tardó dos años en salir corriendo.

Murió el otro día, soñando que a su entierro vinieran muchas mujeres vestidas de rojo, sobre todo mujeres, y que cantaran juntas Bella ciao, que sigue siendo una de las más hermosas canciones de amor y libertad. Ya sé que es terrible decirlo así, pero se dan casos de cartas de amor encarnadas en alguien; Franca Rame era una. Nosotros, entre tanto, debemos encajar que Pepe Laparra, 46 años, soltero, expresidente del Castellón Club de Fútbol, se fuera a ver a la vidente Lucía Martín, en Magallón, una mierda de pueblo, que hubiera dicho Dylan Thomas, en Aragón, mil y poco habitantes jubilados, para tratar de conseguir, con conjuros, el amor de una secretaria de Valencia, por buen nombre Sandra, que se le resistía. Pagó 165.000 euros por la aventura de la maga.

Y pensar que quizá le hubiera bastado con una carta. No hubiera sido menester que la escribiera Dylan Thomas, que le hubiera cobrado un precio de amigo y cómplice, sino aquellos escribientes que había en las plazas de México, Lima o Quito, que escribían al dictado los sentimientos del animoso analfabeto enamorado. Aún en plazas españolas durante los años cincuenta yo llegué a conocer a algunos, que contemplaba con la mirada de un niño ante un mago verbal con letra de pendolista, que transformaba los sentimientos de otro en pasión literaria, por un módico precio. ¿Aún se escriben cartas de amor por internet? Seguro que sí. Pero tendrán otro estilo, otro léxico. Las cartas de amor seguirán siendo de amor, pero probablemente ya no serán cartas.

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