Claro

Oscuro

Hace veinticuatro años, en septiembre de 1976, la Ruptura de las instituciones de la dictadura era un proyecto político compartido por todos los partidos, y un proceso social en avanzado grado de realización. En aquel final de verano estaba a punto de coagular en realidad la posibilidad de la democracia. Por el contrario, la Reforma del régimen franquista, fracasada con Arias, no había alcanzado aún, con Suárez, el nivel de realidad que otorga a las entelequias políticas una posibilidad de llegar a la existencia. Pero tan sólo tres meses después, y en virtud de un Referendum dictatorial y un pacto secreto entre el Gobierno y los partidos clandestinos, el proceso real de la Ruptura democrática quedó brúscamente aislado de su relación con las referencias de poder, y la democracia devino una entelequia sin posibilidad de existir en el mundo de las realidades inmediatas. Mientras que la Reforma tomó al instante ese visible poderío que desprenden y convocan las cosas sociales cuando entran en estado de actualización. Entonces operó en el terreno ideológico el mecanismo «megárico», contrario al sentido común, imaginado por el pensamiento (Hobbes, Bergson) en el campo de la lógica: no es lo posible lo que se hace real, sino lo real lo que se hace posible. Lógicamente, la posibilidad de la democracia nunca existió. Pues sólo existe el acto, no la potencia que lo engendra, realiza o anuncia.

La impotencia de la Reforma logró, no obstante, convertirse en realidad gracias a un acto real de consenso. La potencia de la Ruptura se desvaneció en el limbo de las ilusiones. No había más posibilidad que la creada con el pacto oligárquico. La democracia era utopía. Los partidos hicieron lo que, según ellos, pudieron. Ser realistas, partidarios de la realidad del poder oligárquico, y no meros posibilistas, partidarios de la posibilidad de poder democrático. Los oportunistas, situacionistas y ocasionalistas no son verdaderos posibilistas prácticos, pues no creen en las posibilidades de realización de sus proyectos, y en el momento decisivo carecen de determinación. Por eso basan el realismo político en la eficacia de su traición a la posibilidad que han representado, quitando obstáculos a la de sus adversarios, y completándola. A estos caracteres los definió Diderot: «El hombre de espíritu ve lejos en la inmensidad de los posibles, el idiota no ve nada posible más que lo que es. Esto es lo que quizás hace a éste pusilánime y temerario a aquél». La visión del idiota la tienen los historiadores y periodistas de éxito en la Transición. El consenso monárquico, asesino de la posibilidad de democracia, no fue movido por la intelección de la realidad política, sino por la ambición de participar en un reparto del poder a la vista. La Reforma se hizo acto real no porque fuera posible en sí misma, ni porque tuviera virtualidad propia, sino por la conjunción o «composibilidad» de la fuerza legal del Estado con la enervación de la fuerza moral de la sociedad. La Reforma se hizo posible gracias a la voluntad de traición de los que durante decenas de años la habían considerado imposible. En toda posibilidad hay, ciertamente, una separación entre el pensamiento y la existencia. El pensamiento oportunista de la Reforma pertenece al Gobierno del Estado dictatorial, a Suárez. Pero la existencia cínica que la hizo realidad se debe ante todo a los partidos liquidadores de la posibilidad de democracia inmediata, a González, Carrillo y Tarradellas. En mi anterior artículo, he llamado «estupidez metafísica» al juicio que considera como posible sólamente a lo realizado. Los que niegan que la democracia y el modo único de llegar a ella (la ruptura democrática) fueran posibles a la muerte del dictador, están expulsando del mundo social a las posibilidades existenciales (Heidegger) junto con el explicativo principio de la probabilidad.

LA RAZÓN JUEVES 14 DE SEPTIEMBRE DE 2000


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