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Hay cosas que son valederas, aunque no sean valiosas ni válidas. La tecnología se basa en el constante paso de lo valedero a lo valioso, de lo que sirve, a lo óptimo. Este principio, reflejado en la frase de Peugeot cuando probó su nueva caja de cambios, «es brutal pero funciona», rige también en las costumbres sociales y en los sistemas políticos. Las Dictaduras son brutales, pero funcionan. Valen, aunque no son valiosas ni válidas. La costumbre del «ya vale», iniciada entre nosotros a comienzos de los años cincuenta, cuando parecía eterna la frustración de la libertad y de la creatividad, no sólo refleja una actitud de conformismo ante lo insuficiente, sino que hace de la insuficiencia una meta personal, un estandarte moral y un ideal social. Decir «vale» ante toda proposición, en lugar de «conforme» o «bien», denota que en la escala de valores sociales prima lo valedero sobre lo valioso, lo suficiente o bastante sobre lo necesario, lo aparente sobre lo real. Esto quiere decir que se juzgan las instituciones no por lo que son ni por lo que representan, sino por la eficacia que demuestran para salir del paso. Así, los objetos morales se transforman en objetivos a la vista, los medios en fines. Y los valores inherentes a los objetos se evaporan.

Esta perversión en la escala de los valores explica el éxito de la Reforma liberal de la Dictadura y la traición de los partidos al movimiento por la Ruptura Democrática. De forma mediocre y acomplejada, la Reforma valía para sacar al Estado español del aislamiento, homologarlo con los europeos, legalizar a los partidos y otorgar las libertades individuales. Contagiados del «ya vale», los partidos emergentes de la ilegalidad ni siquiera se preguntaron por qué habían luchado tanto tiempo antes por la libertad política y la democracia. ¡Qué más daba la naturaleza oligárquica del Estado reformado y que las libertades otorgadas no permitieran definir la forma de Gobierno ni la representación de los electores, si el sistema valía ante el mundo tanto como la democracia! ¡Qué importaban las consecuencias de la traición de la izquierda a sus ideales (consenso de pensamiento único, descenso de la productividad laboral, terrorismo separatista, golpe de Estado, corrupción institucional, autonomías sin causa, nacionalismos exacerbados, destrucción del idioma y la historia, apatridaismo, oligopolio en los medios de comunicación, demagogia en Universidades y Hospitales, mitomanía en el discurso público, premio al demérito y la deslealtad, perjurios, etcétera), si los partidos recibían en el acto no ya la simple legalidad, sino la elevación a órganos del Estado y financiación pública!

Cuando la Comisión de los nueve, salida de la Platajunta, designó a cuatro delegados (Satrústegui, Cañellas, Jáuregui y González) para entrevistarse con Suárez, la oposición estaba ya entregada en cuerpo y alma al «yavalismo» de la Reforma. El único mandato que recibieron esos delegados fue el de no transigir con la ley electoral, más importante para el destino personal de los jefes, que la libertad de los gobernados para decidir por sí mismos la forma de Estado y de Gobierno, y que la solidaridad con el PCE, inicialmente excluido del reparto del poder, y con los partidos republicanos o de izquierdas (ARDE, Izquierda Republicana, MC, Partido del Trabajo, etcétera), definitivamente excluidos del cotarro. Desde la perspectiva moral y cultural, nada tiene de extraño que el desgraciado pueblo del «ya vale» prefiriese lo valedero de la Reforma a lo valioso de la Ruptura. Estaba acostumbrado a vivir en la oscuridad. Y las pálidas luces de las libertades otorgadas le deslumbraron. Pero hoy puede ver que el «yavalismo» ha valido para devolver el poder al sitio social donde estaba antes de la Reforma. Situación imposible de imaginar si hubiese preferido lo valioso de la Ruptura: un ideal realizable de libertad fundadora de valores permanentes.

LA RAZÓN. JUEVES 5 DE OCTUBRE DE 2000


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