Claro

Oscuro

Los historiadores de la transición no han percibido, ni de lejos, el sentido verdadero de la misma. El cambio operado con ella sólo se explica como fenómeno intransitivo de un poder salido de la Victoria, que pudo caminar de la Dictadura a la Monarquía, desde sí mismo hacia sí mismo, con la mediación de los partidos de la Derrota.

La Constitución, que no quiso superar con imaginación una guerra civil difuminada en las sombras del tiempo, decoró con fantasía el imperio de esas sombras en la Coronación de aquella Victoria. La imaginación del poder en plaza reprodujo en otra disposición los elementos de dominación antes conocidos, y la fantasía de la oposición conjuró imágenes de lo ya vivido como deseo. El símbolo de la reproducción de lo mismo está en el partido de Fraga. El de la mediación, en el de Felipe González. La inercia del Régimen redujo el papel de Suárez a una función imaginativa limitada. Cuando no es la libertad ascendente desde la Sociedad la que constituye el poder en el Estado, el realismo político deja estrechos márgenes a la imaginación y concede grandes espacios a la fantasía. Lo imaginario en la Transición cedió el paso a lo fantasioso.
El papel definitivo de los protagonistas lo resume una metáfora: la imaginación de Suárez puso el cascabel comunista y autonómico al gato montés franquista; la fantasía de González lo domesticó en el Azor con dulzura portuguesa y en el País Vasco con terror español; y el realismo de Fraga, sin imaginación ni fantasía, se lo llevó al agua dulce de su hogar tradicional.
El poder político está hoy donde estaba antes de ayer. Ese dato basta para saber que la transición ha sido un fenómeno reaccionario adornado de libertades serviles. Lo que no habría sido posible sin ayuda de la «fantasía cataléptica» de un ensoñador andaluz, tan sobrado de insensata seguridad, como indigente de moralidad y talento. Esa fantasía estoica -de la que se ocupó Ortega para subrayar el carácter arrebatador y pasivo de la apropiación de algo real mediante una imagen- se subió al Azor no tanto para apoderarse de un signo del poder victorioso, como para que este poder real se apoderara, en el imaginario popular, de la oposición derrotada en la guerra.
Ahí reside la distinción entre el franquismo de la Dictadura y el neofranquismo de la Monarquía. Y esa ha sido la función histórica del felipismo. Por eso la propaganda dijo que la Transición terminó cuando el PSOE gobernó con la Monarquía.
La fantasía, como los sueños, no reemplaza a la realidad, pero la antecede. Lo fantasioso de González no sustituyó el modo franquista de entender y practicar el poder estatal, pero limpió el camino para el retorno, sin complejos, de cada cual a su lugar antiguo. La oposición volvió a las nubes, pero ahora doradas, de la frustraciónpolítica.
El poder tradicional recuperó, pero con mayoría absoluta, la Administración del Estado. El nacionalismo se concentró en sus patrias chicas. Los intelectuales se quedaron en su alimento. Y la falaz propaganda formó su imperio mediático.
La fantasía felipista confirmó la sentencia de Aristóteles: la fantasía es menos sustitutiva de la realidad que anticipadora de la misma. La imagen del viejo yate Azor, dando vacación a Felipe González, representa el momento cumbre de la transformación, por medio de una fantasía cataléptica, del franquismo dictatoria en neofranquismo monárquico.
La naturaleza inconsciente de esta gran fantasía edípica explica el éxito de la transición como fenómeno intransitivo. Los gobernados, a través de la fantasía felipista, en lugar de comprender la cosa íntima del poder franquista que los reprimía, han resultado comprimidos por ella. Salvo en el arte, lo fantasioso es siempre reaccionario.

LA RAZÓN. JUEVES 9 DE NOVIEMBRE DE 2000


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