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Con más sinceridad de la esperada, el Rey ha dicho algo que contraría el discurso oficial de la Transición: «Sabía que la Monarquía tenía que ser democrática, pero no sabía cómo». Esta frase revela el estado de perplejidad que embargaba a todo el «entourage» de la Corona. Y no en los momentos inmediatos al fallecimiento de Franco, cuando aún se confiaba la estabilidad del sistema a la apertura de las Instituciones dictatoriales, sino en la primavera del 76, cuando la fundación de la Platajunta y el plan Kissinguer patentizaron el rechazo, en el interior y el exterior, del asociacionismo propuesto por el Gobierno Arias, a los partidos «correctos» (Fraga) y las cancillerías (Areilza). Fue entonces, y no antes, cuando el «entourage» de Juan Carlos supo que la Monarquía tenía que ser democrática. Y, puesto que «saber» no es «querer», no sabía cómo hacerlo. Si lo hubiese querido lo habría sabido.

La cuestión era, en verdad, difícil de resolver. Lo que se sabía de la democracia constituyente, un método donde el pueblo elige libremente la forma de Estado y de Gobierno, no era lo que se quería. Lo prioritario era conservar la Corona puesta por Franco en la cabeza de Juan Carlos, y asegurar la continuidad del poder gubernamental en los hombres de la dictadura. Lo secundario, pero indispensable, dar legalidad a los partidos y a las libertades personales. Ni el Rey, ni Suárez ni Gutiérrez Mellado sabían cómo hacer compatible lo fundamental, lo primero, con lo accidental, lo segundo. Tenían que improvisar. Buscar una fórmula que, sin estar basada en la libertad de elección de los gobernados, fuera aceptada por los partidos y homologable con lo existente en los países europeos. La transacción con el PSOE era cuestión capital.

El plan Kissinger garantizaba el pacto con el PSOE para eludir lo fundamental, la fase de libertad constituyente. El acuerdo con la democracia cristiana se daba por descontado. Se les legalizó. Pero Suárez tuvo entonces más talento realista y táctico que Felipe González y Gil Robles. Sin legalizar al PC, sin darle una cuota de poder en el reparto, no habría estabilidad política ni la fórmula tendría suficiente apariencia democrática. Lo legalizó por sorpresa, a cambio de su renuncia a la apertura de un período de completa libertad, indiscriminada, en los medios informativos, con elecciones a una Asamblea constituyente, y a su promesa de participar en unas elecciones ordinarias de las que quedarían excluidos los partidos republicanos y los situados a la izquierda del PC. De esta manera improvisada a cada paso, y con el pacto Estatutario sobre Cataluña, nació el consenso constitucional en la primavera del 77.

La materia que soldó este consenso, la ley electoral por el sistema proporcional de listas de partido, exigida por el PSOE como condición «sine qua non», conducía sin libertad a la forma del Estado de Partidos bajo la Monarquía de Juan Carlos.
Cuando Suárez convocó el Referéndum para la Reforma política de la dictadura, ni siquiera pudo imaginar que hombres con la historia de Carrillo y Tarradellas fueran capaces de integrarse en el consenso monárquico, sin dar a los españoles la oportunidad de pronunciarse libremente sobre la forma de Estado y de Gobierno. Sólo le quedaba a Suárez abrir con demagogia el grifo del café autonómico a voluntad, sin saber las consecuencias, para ultimar el cambio institucional operado.
Siendo ésta la historia real de la segunda fase de la Transición, la del consenso sin oposición, se comprende la perplejidad de los historiadores ante sus causas materiales y formales.

En esa serie de improvisaciones ocasionales y casuales, ¿puede hablarse en rigor de proceso? Si no hay cambio sin causa, ¿dónde está la que dio sentido final a la Transición? ¿Dónde su causa eficiente o su causa ejemplar? No, desde luego, en lo accidental.

 

LA RAZÓN. JUEVES 30 DE NOVIEMBRE DE 2000


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