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Si Dios nos abandona, y Artur Mas con sus adláteres amigos de los ajeno, ávidos del thesaurus cortesano, como los mayordomos de las cortes merovingias, engendra el reino independiente de Cataluña, plena de ansias de conquista, e Íñigo Urcullu, desde luego más discreto y educado, hace de Las Vascongadas un Regnum Vasconum independiente, rebosante de salud genética, y hasta la coruscante sebastocratorisa andaluza, epígono de Griñán y su cohorte aúlica de beneficiados por los ERE, con todos los leudes o antrustiones de la UGT, constituye un independiente Vandalorum Regnum, habrá que acudir a la ciencia de la etnogénesis, creada por el historiador Herwig Wolfram, para explicar la sutil naturaleza de los reinos sobrevenidos en las antiguas provincias del Imperio Romano, y que nosotros la utilizaremos para catalogar a los nuevos reinos de la post-España.

    La verdad es que los marcadores étnicos germánicos sólo renombraban la identidad militar de los soldados romanos y en ellos no había ya absolutamente nada de tradicional. Porque todos los pueblos post-romanos eran sustancialmente heterogéneos y sus denominaciones gentilicias harto caprichosas. Los godos de Italia, por ejemplo, aquellos que la Historia ha llamado ostrogodos, era una amalgama de pueblos en la que los godos no llegaban al 7% de la población. Es así que el propio ejército de Teodorico era una mezcla de soldados hérulos, esciros, torcilingos, rugios, gépidos, hunos, godos y, naturalmente, romanos. Si se llamaron godos se debía sólo a que estaban adscritos a un caudillo godo. La amalgama de los habitantes armados se unían bajo el pavés de un líder único, y era él quien al crear la dinastía ponía como nombre a sus súbditos el gentilicio de sus orígenes. Y el mismo análisis que vale para los godos de Italia, vale para los godos de España ( visigodos ), para los vándalos, para los lombardos, para los francos, para los sajones de Northumbria o para los anglos de Mercia. Es decir, aquellas identidades étnicas eran flexibles, maleables, meros constructos situacionales. Tales pueblos habrían elegido diferentes identidades de forma sucesiva ( o incluso contemporánea ) y éstas habrían comportado distintos modos de actuar y distintas lealtades, e incluso, con el tiempo, distintos recuerdos. El rey sustituía la etnia y la imponía. De hecho, aquellos reyes eran considerados los señores de todo el mundo; todo hombre libre formulaba un juramento personal de lealtad al rey, cuya persona formaba el reino. El caso más claro es el de Irlanda: en el que los reinos o “plebes” usaban como gentilicio el prosopónimo de los propios reyes.

   El calendario semanal de trabajo de un rey post-romano no era mucho más duro y sacrificado que el de los emperadores romanos. El “Críth Gablach”, el importante tratado del siglo VIII sobre la condición social, afirma: “Hay también una costumbre semanal para los deberes del rey: el domingo es para beber cerveza, el lunes es para juzgar, para regular los túatha ( el pueblo en general ), el martes es para jugar al fidchell ( un juego de mesa ), el miércoles es para ver cómo cazan los lebreles; el jueves es para tener relaciones sexuales; el viernes es para las carreras de caballos, y el sábado para los juicios”.

   Los historiadores medievales tienden a prestar más atención al relato según el cual el abuelo de Clodoveo era hijo de un monstruo marino. Un “quinotaurus”, que a la narración que afirma que los francos descienden de los troyanos, que se antoja más “literaria”, menos “auténtica”; pero el primer registro de ambas tradiciones aparece en la misma fuente del siglo VII, y sería difícil sostener que a una se le daba más crédito que a la otra, o era más antigua.

   La diversidad de pueblos bárbaros asentados en las antiguas provincias no suponía ningún problema de comunicación porque la inmensa mayoría sólo sabía hablar en latín. Gregorio de Tours, el escritor godo más prolífico de la Galia del siglo VI, monóglota del latín, nunca aporta ni el menor indicio de que tuviera problemas para comunicarse con nadie en los reinos francos. Tampoco tuvo problemas en ese aspecto nuestro Isidoro de Sevilla, otro monóglota del latín. Ni su discípulo Braulio. Ni Sidonio Apolinar tampoco. Ni tan siquiera el ya muy tardío Paulo Diácono.

   Todo movimiento en el ámbito del poder político tenía como único objetivo el dominio del thesaurus provincial, fundamento y talismán del Reino.

   Los obispos pronto comenzaron a formar parte de la aristocracia local, con importantes funciones políticas y administrativas, lo que les obligaba a descatolizarse un poco para bien de la corte y la unidad provincial.

   Pues bien estos rasgos caracteriológicos bien pueden esbozar la futura España desmembrada y cuarteada: reinos con denominaciones sin base étnica alguna, sólo fundamentada en la ideología política de cada bandería gobernante y la lealtad sagrada y perruna al caudillo, monoglotismo en la lengua española, iglesias nacionales descatolizadas, robo despiadado del erario público, lucha despiadada por el dominio del Presupuesto Nacional o “thesaurus”, reyes sin duro trabajo, estados fracasados, vacío de ética, ayuno de ideas nacionales reales y respeto al pueblo, esperanza mítica en un mañana de dicha absoluta, mientras se expolia al pueblo y se le hunde en la miseria, mandos políticos invadidos por gente que procede del hampa intelectual, de todos los estratos picarescos de la vida social, de las más oscuras encrucijadas por donde la vagancia atrevida planea sus asaltos,…La Alta Edad Media.

   Es así que la España que venga después de España iniciará una larga y dolorosa etapa de barbarie hasta volver a unificarse bajo las égidas de Castilla y Aragón en una España española. El eterno retorno a lo idéntico después de siglos turbios de agonía.

 

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