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Visto lo que acontece casi a diario en el mundo, es difícil no preguntarse si el nivel de incompetencia gubernamental occidental y el número de crisis internacionales, no estarán directamente relacionados con la proliferación, y el nivel de especialización y tecnificación, de los denominados «analistas expertos» que, de un tiempo a esta parte, asesoran e informan lo que se conoce por ellos mismos como el «núcleo duro de la política»: defensa, economía y relaciones internacionales. Deificados por esa protociencia de altos vuelos, tan de moda en el último medio siglo, que tiende a obviar los hechos y acontecimientos históricos en beneficio de métodos sociológicos de análisis, estos fontaneros del «decision making» aparecen siempre en escena –interpelados o no– con opiniones de lo más variopintas, armados de complejos sistemas de predicción, técnicas proyectivas, patrones y modelos de comportamiento, estadísticas, parámetros para la cuantificación de lo cualitativo, diagramas de flujo y conceptos la mar de rimbombantes; pero con un exótico conocimiento de la Historia, un curioso bagaje cultural e intelectual, y un infrautilizado «sentido común», que seguramente desprecien por estar reñido con su desbordante genialidad, imaginación y temeridad.

Mas lo realmente extraordinario de estos profesionales de la debacle, es que, al igual que alumnos imposibles, por alguna extraña razón, al sumar dos y dos obtienen siempre algo parecido a tres coma tres período, en lugar de cuatro. Y siendo irrealizable desvelar el modo en que hayan de llegar a semejante carambola, sólo cabe asumir que, en su inmenso prurito de analizar las cosas, a fuerza de ver el dos y el dos, lleguen al consiguiente de que no sean dos ni dos, sino otra cosa distinta; y acontezca así el temido desenlace: que el cuatro tampoco es un cuatro. Lo cual es harto preocupante…

Con tales virtudes de cálculo, no es pues de extrañar que estos simples observadores de situaciones, hayan pasado a convertirse en los funestos promotores de crisis que fatalmente han venido asesorando los designios del mundo durante los últimos setenta años. (Con la perplejidad que despierta, es difícil no recordar aquí Lessons in Disaster; ese conocido análisis que realizara un analista sobre la arrogancia de otro analista por una diferente valoración y análisis de la guerra de Vietnam. Los dos, desde la camaradería del desastre: una especie de Tom y Jerry, pero con aire más grave).

Se les puede ver habitualmente deambular, hinchados de flatulencia académica, por las salas de prensa, gabinetes presidenciales, departamentos ministeriales –mayormente, el de exteriores– de todo Occidente; así como por los consabidos foros internacionales, bajo cuya responsabilidad y lema reposa eso que gustan denominar «paz mundial», cual si de refrescante bebida de cola se tratara. También gustan de hacer sus pinitos mediáticos con artículos de gran repercusión pública, ora de un optimismo enfermizo, ora portadores de los peores augurios…; nunca aburridos.

Y, mal que nos pese, sus erradas adivinaciones paracientíficas sirven de ceba para la rumia de decisiones por esos «grandes líderes» que padecemos, cuya capacidad y criterio deberían suscitar también importantes dudas –pese a la infalibilidad del sistema democrático y la alegría de sus votantes–. La altura del recién estrenado tándem Obama-Hollande hace bastante previsible el resultado y la forma en que hayan de abordarse determinadas cuestiones…, si la Providencia no lo remedia. No habremos, sin embargo, de quitar tampoco importancia a las altas instancias democráticas de cooperación intergubernamentales, en esta magnífica confabulación contra el orden internacional; la Asamblea General de Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad son un magnífico ejemplo de acierto en el modo en que pueden empeorarse las cosas –siempre que sea posible– con la adopción de una mera resolución.

El drama árabe, calificado de «Primavera», por un grupo de analistas exaltados que, en pleno ataque de optimismo, terminaron por considerar que se trataba de la «Arab democratic revolution», similar, según sus percepciones ahistóricas, a la caída del muro de Berlín o a los movimientos revolucionarios europeos de 1830 y 1848, dan muestra del nivel de disparate al que se puede llegar con un magnífico expediente académico. El cóctel de sandeces que se ha podido desparramar, desde entonces, a través los medios, no ha sido menor que la macedonia de chorradas servida por organismos internacionales y departamentos gubernamentales de todo Occidente.

Mal está que sin profundizar lo más mínimo en los movimientos populares de intenciones dudosas surgidos en el Norte de África y Oriente Medio, se traslade sin más ambages, prescindiendo de cualquier vínculo político o cultural, el término «Primavera», surgido en Europa en los años sesenta en Checoslovaquia («Pražské jaro»), además de ser un fenomenal anacronismo. Pero aún es peor que dicho término se inserte históricamente en los movimientos liberales europeos de 1830 y se mezclen con las revoluciones sociales de 1848 («año de las revoluciones» o «primavera de los pueblos»), no sin pasar por un inexplicable paralelismo con el proceso que llevara a la caída del muro de Berlín en 1989…

Recientemente en un artículo –sin duda ocurrente–, una recién aterrizada «analista», comparaba la frustración actual sentida por los egipcios, con la frustración de los españoles que reclamaban la vuelta al trono del «Deseado» Fernando VII… Vayan ustedes a saber cómo, deambulando por los vericuetos de la Historia, se puede llegar a semejante dictamen patológico.

En este clima confuso de «diga lo que le venga en gana», nadie parece reparar en las sacudidas islamistas de los últimos 30 años, ni por qué han sido tan violentas, ni a qué responden; tampoco cuáles han sido sus fuentes de financiación y apoyo, antes y después de la desaparición de las relaciones Este-Oeste; ni del efecto que Huntington advirtiera y otros trivializaran con juegos de palabras sobre civilizaciones. Todos parecen haber olvidado también –o quizás prefieran no recordar– que los regímenes de partido único, laicos y filosoviéticos del mundo árabe –y «no-alineados»– han contenido durante décadas el islamismo radical, mientras Estados Unidos y Occidente mantenían –digámoslo así– una cierta actitud ambigua.

Todo ello precisamente –y difícilmente por casualidad– en aquellas áreas donde se han venido produciendo esa serie de graves acontecimientos que algunos «analistas expertos» no han dudado en calificar de movimientos populares «democráticos» y «espontáneos» –pese a los estragos–, sin molestarse en discernir siquiera las motivaciones subyacentes; que las habrá… Como tampoco han dudado en incluir bajo un mismo fenómeno, países que son política, cultural y geográficamente dispares, y aún con una concepción del Islam y tradición musulmana diferente: Túnez, Libia, Egipto y Siria; y, alguno más atrevido, hasta Turquía…

Recientemente un amigo me recordaba cómo todo el Imperio Británico era administrado por «cuatro personas» –entiéndase: un ministerio de los del siglo XIX–, y acaso sólo por una, pero con la mente clara, y sin estar asesorada por «analistas expertos»; eran los tiempos de Gladstone, pongamos por caso. Y quizás nadie conozca aquellos tiempos convulsos de los denominados por el profesor Jover los otros «noventa y ocho», ni las postrimerías del Imperio Otomano, ni los motivos de la forzada invasión de Egipto en 1882 y del Sudán en 1885, ni sepan quién eran Ismail y Arabi Bei en Egipto, o los generales Hicks, Gordon y Kitchener que hubieron de enfrentarse a Muhammed Ibn Abdallah, El Mahdi, en su proclamada guerra santa por todo el Sudán. Mucho hace de eso: Gran Bretaña protegía Egipto; y Egipto protegía el Canal, además de a los cristianos de Egipto y del Sudán. Antes y ahora: dos más dos son cuatro; y no tres coma tres período.

Pero, no hace falta, empero, irse tan lejos para darse cuenta de que lo que viene sacudiendo los pilares del mundo, desde el Norte de África a Oriente Medio, no son precisamente primaveras praguenses, ni liberalismos decimonónicos, ni «diluvios» del 48, ni democracias sociales… Hace mucho menos tiempo –tan sólo 20 años–, Argelia tuvo que enfrentarse a la peor crisis de su historia reciente, aún no superada totalmente. Una serie de manifestaciones populares en 1988, igual que hoy en otros países, dieron pábulo a una serie de reformas políticas que terminaban formalmente con el régimen de partido único del histórico FLN. Sin embargo, la apertura del sistema produjo la «legalización de facto» de facciones islamistas radicales, que se agruparon bajo el popular Frente Islámico de Salvación (FIS). El FIS ganó en la primera vuelta de las elecciones legislativas de diciembre de 1991, alarmando a las autoridades y al ejército, que reaccionaron inmediatamente anulando las elecciones e ilegalizando el FIS. Poco después, se inició un período de inestabilidad que se caracterizó por una serie de graves y sangrientos disturbios civiles, que derivarían en una auténtica guerra civil. Argelia quedó aislada internacionalmente, y sometida a un embargo de armas, siendo incapaz de convencer al mundo exterior de que los grupos islamistas armados (EIS y GIA) eran los verdaderos culpables de impedir la transición democrática, y de que aquella guerra formaba parte del terrorismo internacional. El resultado de aquel dramático período: 200.000 muertos, la mayoría civiles.

Es sorprendente que, pese a la cercanía de estos acontecimientos históricos, no se sepa diagnosticar correctamente el drama que se está viviendo en Egipto y Siria, y que Occidente se decante por hermanos musulmanes y facciones islamistas sirias, en lugar de por gobiernos que vienen garantizando la paz y el statu quo durante décadas. Pero aún lo es más, el perverso juego de conceptos en el que se encuentra inmersa la opinión pública mundial, al no dudar en calificar de demócrata y víctima al agresor, mientras que se le califica de dictador y verdugo al agredido.

«La ausencia de sentido histórico –escribía el profesor Jover– supone incapacidad para percibir la situación histórica en que uno se encuentra inmerso, el propio presente, como parte de un proceso continuo del cual somos herederos y de cuya continuidad, tiempo adelante, somos y debemos sentirnos responsables».

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