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El 26 de Octubre de 1920 Ramiro llega a la capital de España, instalándose en una modesta pero aseada pensión de la Calle Alcalde Sáinz de Baranda. El 12 de noviembre debía examinarse de unas oposiciones para funcionario de Correos que llevaba estudiando desde hacías cuatro meses. Tiene quince años y aspira a sacar el Bachillerato matriculándose como alumno libre en el Instituto de Segunda Enseñanza “Cardenal Cisneros”. Deja un naciente amor en Torrefrades, María José, a la que escribirá apasionadas cartas hasta primeros de diciembre de aquel mismo año, en que Madrid le brinda otro amor platónico adolescente más ardiente que oblitera a la guapa niña sayaguesa. A pesar de su juventud, Ramiro posee ya las virtudes del trabajo y del sacrificio.

    Bajo Alfonso XIII España había llegado a ser una nación industrial, alcanzando el mayor nivel de población desde época romana, resucitando de forma milagrosa su capacidad creadora tanto en el mundo de la cultura como en el de la ciencia, y retornando a una plena participación en la política internacional. Por encima de todo el Rey era un patriota que había dicho: “¿Monarquía? ¿República? ¡España! ¡Y nada más que España!” Y el adolescente Ramiro defendía a quien como representante máximo de la Nación y del Estado parecía amar infinitamente a España. Madrid era entonces la capital del genio español en pura acción de despliegue. Vivía aún y producía la Generación del 98, la Generación de 1916 había eclosionado ( Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, etc. ), y lo que constituiría la Generación del 27 comenzaba a hacer sus pinitos, y su aura mágica y divina ( también demoníaca ) impregnaba misteriosamente los aires madrileños como el presentimiento de una nueva creación y recreación de España. Ramiro también sería miembro de esa Generación del 27, tocada de un duende celeste e infernal, y con un destino en todo caso aterrador.

Una vez aprobadas las Oposiciones de Funcionario de Correos, Ramiro se puso a estudiar con ahínco Bachillerato. El principal contacto académico que tenía con el Instituto “Cardenal Cisneros” era un jovencísimos catedrático de Literatura llamado Ernesto Giménez Caballero quien, dándose cuenta del portentoso talento de Ramiro, no sólo le asesoraba con celo en las materias del Bachillerato, sino que también lo puso en contacto con lo mejor de la literatura española y europea y, sobre todo, de la gran literatura clásica, la de Grecia y Roma. Ernesto Giménez Caballero era un escritor en ciernes – ya había publicado una novela surrealista, quizás la primera obra del surrealismo español – y fue un extraordinario guía en el camino de la literatura para Ramiro. Pero el surrealismo en Ramiro no fue bueno, ensombreció su alma abierta a los campos y al sol, lo entristeció y enlutó su alma para siempre. Sólo hace falta leer su primera y única novela, El sello de la muerte, precocidad literaria que señala un alma abísica y culta que sangra a chorros, y que está dedicada al tragedióforo Unamuno, autor del que ya había leído en su niñez sayaguesa, y cuya filosofía y pasiones sólo sirvieron para aumentarle su pesimismo penumbroso, quizás ya genético. Y es que Unamuno hizo mucho daño al sentimiento de transcendencia de los jóvenes de la Generación del 27.

Ernesto Giménez Caballero entonces comenzaba a ser crítico con la Democracia liberal que agonizaba en España, representada por partidos políticos que poseían la Administración del Estado como su propio cortijo particular, sin rendir cuentas a nadie. “La Democracia no debería consistir en sustituir a un tirano por medio millón de tiranos, sino en seguir las pautas organizativas que señalase Montesquieu”, llegó a escribir por aquella época.

En Madrid Ramiro pierde también buenas costumbres religiosas, como esa de ir a misa todos los domingos. Y empieza a tener el pensamiento de que el patriotismo al calor de las Iglesias se adultera, debilita y carcome. Madrid cincela la personalidad de Ramiro, y es que Ramiro se encontraba en la edad justa en que lo que nos rodea nos crea. Sólo la época adolescente se nos ofrece en el punto propicio de coherencia suficiente y no de excesiva rigidez, para ser modelada por el aura mágica de la ciudad en que se habita. El Madrid divino de la Generación del 98, de la Generación del 16 y de la naciente del 27 enfocó sus cinco sentidos en el paso fugaz del joven Ramiro para la gran sementera. Como el herrero acecha, vigilante, el punto rápido en que su acero puede ceder a los golpes del martillo y concentra en ese minuto la energía de su brazo, así el espíritu femenino de Madrid espió el paso de la juventud del genial escritor Ledesma por sus horas de ductilidad para forjar su personalidad grandiosa e indeleble, pero también sombría, enigmática y casi espectral. Por eso, no se puede entender la personalidad de Ramiro sin conocer el alma de la ciudad en que se forjó, ni la podremos comprender sin leer su primer libro, casi de adolescente, El sello de la muerte, en el que el personaje central, Antonio de Castro, es un trasunto del verdadero Ramiro Ledesma Ramos, de vida turbulenta y extraña. Al fin y al cabo los escritores verdaderamente honestos son lo que escriben. El año en que llegó a Madrid fue el año en que murió su adorada y bellísima madre, Isabel, de tuberculosis. Ramiro se hundió en un abismo de dolor, y sólo la escritura pudo más o menos rescatarlo de aquella locura melancólica en que le alojó la tristeza por la muerte de la persona a la que amaba tanto. Su madre, de hecho, está presente al principio de El sello de la muerte. Es la madre de Antonio de Castro, que con su muerte deja al protagonista en el más infinito desamparo, como dejó Isabel a Ramiro.

En la misma pensión de la Calle Alcalde Sáinz de Baranda, al lado del retiro, vivía otro muchacho que también estudiaba el Bachillerato por libre. Se llamaba Félix Capilla, y juntos, buenos andarines, circundaron varias veces aquel primer año de Curso los restos imponentes de las Murallas de Madrid. E incluso llegaron a hacer un plano de las Murallas que estuvieron a punto de publicar en la Imprenta del Instituto “Cardenal Cisneros”, con el apoyo de Ernesto Giménez Caballero. Ramiro echaba también de menos las conversaciones con su abuelo, y lo intentaba sustituir sentándose con frecuencia al lado de los viejos que paseaban por el Retiro, con los cuales tenía largas conversaciones sobre el significado de la vida. Decididamente Ramiro era un muchacho raro, especial, quizás barnizado de negrura y de misterio. Y además su buena relación con las personas mayores no se compadece con el hecho de que llegase a fijar un día en los estatutos de las JONS que todos los miembros de las JONS tuviesen que tener menos de 45 años. ¡Un amigo de los ancianos que no los quería a su lado a la hora de la conquista del Estado!

Terminó el Bachillerato sin problemas y con las máximas calificaciones, lo cual indica su enorme talento, pues que trabajaba ocho horas en Correos, escribía novelas, paseaba todos los días hasta las afueras de Madrid con el ansia de ver el campo, polemizaba son sus amigos, y aún le daba tiempo para estudiar. Su gran pasión era la literatura, y su ilusión ferviente por alcanzar pronto el éxito literario lo puso en relación con distintos ambientes literarios y escritores de cierto éxito, como Alfonso Vidal y Planas, que escribió la exitosa novela Santa Isabel de Ceres, y quien prologará su primera y única novela. Pero no siempre los círculos literarios constituyen grupos de personas nobles sólo ornadas por la belleza y los altos ideales. Eso es una ley histórica. La flaqueza humana ha estado presente siempre hasta en los más sublimes círculos, como aquellos de Mecenas o el de Messala, o el que se reunía en Tusculum, en la casa de Cicerón. El mal se puede agazapar también entre los amantes de la belleza literaria y la inteligencia narrativa. De este modo, Alfonso Vidal y Planas, que tanta influencia estética y personal tenía sobre Ramiro, llegó a matar por celos literarios de tres balazos al también escritor Luis Antón de Olmet. El asesinato lo cometió recién publicada la novela El sello de la muerte, y tuvo que pasar largos años en la prisión del Dueso cumpliendo una larga condena. La novela de Ramiro nacía con un prologuista asesino, se editaron sólo quinientos ejemplares y la sombra negra del prologuista llenó de mala suerte la vida del libro. De aquella primera edición quedan algunos ejemplares entre falangistas y jonsistas devotos, muy difíciles de conseguir incluso queriendo pagar importantes sumas de dinero. Pero la primera y única novela de Ramiro es insoslayable si queremos entender, como ya hemos dicho, un poco el mundo interior del adolescente Ramiro, de aquél fascista en ciernes, sin duda alguna el intelectual más importante que ha dado el fascismo español.

Desgraciadamente la tragedia familiar volvió a cebarse en Ramiro: a los 10 meses de morir su madre falleció su padre, Manuel Ledesma, de una enfermedad del corazón causada, sin duda, por el tremendo sufrimiento que le suscitó la muerte de su querida esposa. La orfandad de Ramiro era absoluta cuando llegaba a la edad de los dieciséis años. Una frase de su padre quedaba grabada a fuego en su pecho hasta el día que lo mataron en Aravaca:

–         Hijo mío, defiende siempre tu honor, lo más importante que tienes. El honor es impisoteable.

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