Claro

Oscuro

Jamás he podido sostener la estupidez de que la Transición no ha supuesto un cambio político respecto a la dictadura, ni que este cambio no es apreciable a simple vista en los modos de ejercer el poder y de usar las libertades públicas. ¿Cómo no voy a ver que la Monarquía parlamentaria rompió las formas políticamente groseras de la primera Monarquía dictatorial? Pero también veo que tal «autorruptura» habría sido inconcebible sin el supuesto básico de que continuaría instalado en el Estado un tipo de poder incontrolado que, precisamente para eso, autorrompió su camisa y la mudó por otra más ancha, al modo de los invertebrados. La substancia del poder autoritario, sin autoridad moral, tenía que permanecer inalterada para que fuera concebible el cambio liberal en su ejercicio. Pues en toda reforma política está implícita la permanencia de la substancia reformada.

Mientras que el proceso de Ruptura exigía un cambio substancial en la naturaleza del poder político, del que la democracia se derivaría con naturalidad en la forma de Gobierno, a la Reforma le bastaba con un cambio accidental en el modo de usar el viejo poder. La Ruptura era un cometido de la Sociedad civil, de donde saldría la democracia en el Gobierno como fruto natural de la libertad. La Reforma era un truco del Estado para meter a los partidos en su seno y oligarquizar la dictadura. Con la Ruptura, el poder se abriría a la sociedad política. Pero con la Reforma permanecería encerrado en la sociedad estatal. Cuya naturaleza no se altera por el hecho de que los partidos ingresen en ella para enquistarse con los elementos genuinos de la Dictadura.

En mi libro «Pasiones de servidumbre» enlazo la autorruptura de la forma del poder estatal con la degeneración de las pasiones dominantes en la sociedad gobernada. Pues, a diferencia de lo que ocurre en los procesos de regeneración política del Estado por la acción de factores civiles externos al mismo, el poder estatal que, a fin de permanecer, se autorrompe por debilidad interna y presión externa, degenera y corrompe a toda la sociedad civil. Han cambiado bruscamente las pasiones sociales porque hubo un cambio brusco en la forma y en las ideas de Gobierno. Y han degenerado los sentimientos de nobleza y lealtad en la sociedad, porque ese cambio político en el Estado no lo generó la libertad, sino un consenso de traición y de reparto entre poderosos.

¿Son reales las pasiones que describo? ¿Son moralmente peores de las que dominaban en la sociedad civil antes de la Transición? ¿Hay menos idealismo vital y menor aprecio a la nobleza que en la sociedad de nuestros padres? ¿Cómo explicar los sentimientos de los votantes al partido de la corrupción o al que lo indultó? ¿Cómo ha podido transformarse en problema político la condena moral del terrorismo? ¿Por qué acepta la sociedad que se concedan honores póstumos a célebres torturadores? ¿Por qué se considera irremediable que en una parte de España se viva con odio mortal a lo español? ¿Dónde está el origen de la tragedia? ¿Por qué no escandaliza que hombres como Fraga, Martín Villa, Polanco o Cebrián estén donde están? ¿Por qué se degenera el idioma en los medios informativos? ¿Por qué triunfa la baja cultura en los espacios públicos? ¿Por qué se anegó el campo universitario con caudales de ignorancia docente? ¿Por qué quieren los estudiantes un simulacro de educación? ¿Por qué financiar con fondos públicos a los partidos y sindicatos? ¿Por qué se privatiza hasta el aire que respiramos? ¿Por qué se ha desprestigiado la función pública y en especial la judicatura? A estas cuestiones responden las pasiones esbozadas en mi libro. Ha sucedido lo previsible a fines de 1976. Hoy son preguntas impertinentes. Y nadie osa refutar la tesis que las explica.

LA RAZÓN. LUNES 14 DE MAYO DE 2001

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