Claro

Oscuro

El proyecto reformista del Estado dictatorial se llevó a cabo sin oposición de la sociedad durante su fase constituyente. Desde que la Comisión de los 9 pactó con Suárez la ley electoral, hasta la Constitución de fines de 1978, nada se opuso a la posición del Gobierno ni a lo propuesto por el Estado. No hubo oposición a las reformas anunciadas por la Autoridad en las elecciones de 1977.

Los partidos recién legalizados sólo se ocuparon, en campañas demagógicas, de que sus listas obtuvieran la mayor cuota de apoyo popular para participar, con ella, en el consenso de reparto del poder. La idea de consenso político eliminó la de oposición.

En la historia de las ideas no hay una teoría sobre la oposición política. Incluso cuando se instituye como «praxis» legal, no se ponen las bases y líneas maestras de su construcción teórica. Se la considera necesaria para las alternancias de gobierno y para la selección del personal gobernante. Pero nadie define su médula constitutiva, ni distingue diferentes clases de oposición según la naturaleza de la relación que enfrenta lo opuesto a lo puesto.

Oponerse no es rivalizar por alcanzar lo mismo. Por enconada que sea, esa rivalidad no deja de ser una disputa por ganar y ocupar una sola y misma posición gubernamental en un sistema indiscutido de poder. En esa relación de subcontrariedad sin contrarios, no se discute la calidad ni cantidad de poder estatal inherente a la posición de mando. No se oposita el cargo público, sino a su titularidad. Lo rival no es lo opuesto. Desde que Bolingbroke se opuso a Walpole, sin oponerse al corrompido parlamentarismo de gabinete, la «oposición leal» nunca ha sido alternativa de poder, sino una esperanza organizada de que el fracaso del Gobierno no implique el del sistema que lo sostiene. La oposición, que es una subposición y suposición de recambio, lo garantiza.

La oposición democrática es una de las cuatro especies posibles de oposición. Sólo puede existir cuando las reglas del juego son universales y ha terminado la fase constituyente de las mismas.

Esta clase de oposición nace de la contrariedad entre contrarios que se oponen por la cualidad del poder estatal, y no por su cantidad o extensión. Esa contrariedad legalizada y posicional, llamada «oposición contraria», es diametralmente distinta de la oposición legalizante y recíproca, nacida de la contradicción inconciliable entre proposiciones contradictorias que se oponen respecto a la calidad y cantidad del poder estatal, en el momento constituyente, para establecer las reglas universales del juego político. Esta se llama «oposición contradictoria». No hay mayor negación de la posibilidad de democracia que la hecha con una Constitución establecida por consenso. Pues es imposible que el consenso, una conjunción coyuntural de conciencias particulares, establezca reglas de libertad política universal.

Sin libertad constituyente, sin libre oposición de términos contradictorios, no es posible que el poder estatal ya constituido se administre mediante la alternativa democrática de partidos contrarios.

La «oposición subcontraria» existente en el Estado de partidos es la suboposición de una subcontrariedad sin contrarios, propia de la alternancia gubernamental en los sistemas oligárquicos. La «oposición contraria» crea alternativas de cualidad de poder, en el sistema democrático. La «oposición contradictoria», que sólo es genuina y pertinente en situaciones constituyentes (Monarquía o República; Parlamentarismo o Presidencialismo, Autonomismo o Federacionismo), se convierte en «oposición catastrófica» cuando se practica en situaciones constituidas.

La oposición política del socialismo occidental ha sido catastrófica porque confundió los términos opositores, y convirtió la contrariedad de clase social en contradicción del sistema constitucional capitalista.

LA RAZÓN. JUEVES 12 DE ABRIL DE 2001

 

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