Claro

Oscuro

En el teatro lorquiano, puro lirismo teatrante, el vino, el alcohol, se nos presentan como sustancias intrínsecamente malas, diabólicas. Así, ya en El maleficio de la mariposa, el dramaturgo presenta al borracho Alacranito con perfiles bastante siniestros: “Alacranito es un viejo leñador que vive en el bosque y que frecuentemente baja al pueblo para emborracharse. Es glotón insaciable y mala persona”. Aunque bien es verdad que Alacranito se defiende:

Y aunque pobre soy decente.

¿Qué me emborracho?…Pues bien:

¿no se emborracha la gente?

Yo soy un viejo inocente.

La ebriedad del aguardiente le lleva a Alacranito constantemente a la antropofagia, entendida por tal la cualidad que tiene un insecto insaciable de comer otros insectos, y transgredir así el Santo Evangelio ecológico de San Cucaracho, en el que creyó Lorca durante toda su vida.

Y, mientras, el gusano dice, drapeado de topoi horacianos:

Un viejo sabio ha dicho:

“Bebed las dulces gotas,

serenos y tranquilos,

sin preguntar jamás

¿de dónde habrán venido?”

En Los Títeres de la cachiporra el vino es el signo de los que no merecen el amor de Rosita. Por una parte está don Cristobita, el viejo rico que quiere comprar a Rosita por cien duros, aprovechando la situación de ruina que padece el padre de Rosita. Como dice un mozo en una taberna en donde los contrabandistas beben vino de Málaga: “Don Cristobita es un viejo gordo, borracho, dormilón”. El diálogo entre Cristobita y el tabernero lo deja muy claro.

–       Tendrás mucho vino, ¿verdad?

–       De todos los que usted quiera.

–       Pues todos los quiero, ¡todos! Mañana me caso con la señá Rosita, y quiero que haya mucho vino para…bebérmelo yo.

Por otra parte, se encuentra Cocoliche, joven con una extrema debilidad de carácter, incapaz de enfrentarse a Cristobita, y que ve en el vino la única solución a su problema sentimental.

–       Espantanublos, danos vino hasta que se nos salga por los ojos. Serán muy bonitas nuestras lágrimas; lágrimas de topacio, de rubí…¡Ay, muchachos, muchachos!

Frente a estos, Currito, el único que merece el amor de Rosita, está caracterizado por su actitud totalmente abstemia.

–       Caballero, antes de marcharos yo quisiera que tomarais con nosotros un vaso de vino.

–       Muchas gracias, pero yo no bebo.

No obstante, Currito utiliza el vino para simbolizar subidamente la atracción erótica que ejerce Rosita.

–       ¡Oh botitas de doña Rosita! Son como dos vasitos de vino.

La misma utilización simbólica del vino la hace una Jovencita en su cantar.

En los olivaritos

Niña, te espero,

Con un jarro de vino

Y un pan casero.

Pero en el mundo real el vino sigue siendo para Lorca, y lo será siempre, un veneno demoníaco. Y así, Cristobita, encarnación del mal, nos llega a decir con palabras sulfúreas y desmesuradas:

–       Me gustaría ser todo vino y beberme yo mismo.

El mal, por fin, revienta de vino y de rijosidad.

Vamos a enterrar

Al gran ganapán,

Cristobita borracho

Que no volverá.

 En Mariana Pineda ( 1925 ) el vino nos aparece en el mismo momento en que estalla la crisis trágica, después de que el Conspirador 4º nos narra en un hermoso romance la desdichada muerte del general Torrijos, e inmediatamente antes de la siniestra e inesperada aparición, que percute como un trueno, del terrorífico Pedrosa, debelador de la libertad en Granada, y torpemente atraído por la delgada belleza de Marianita.

Muy lúgubre y cadálsica es la acotación que se nos presenta, dentro del Teatro Breve, en La doncella, el marinero y el estudiante (1928): “En las tabernas del puerto comienza el gran carrusel de los marineros borrachos”.

Para La Zapatera prodigiosa ( 1930 ) la venta de vino en su taberna es una ocupación “fatal”, causada por la marcha de su maltratado y, a la vez, adorado marido viejo. Y el vino de la Zapaterita pone muy rijoso al anciano alcalde del pueblo, viudo y supérstite de cuatro mujeres.

–       Anteayer estuve enfermo toda la noche porque vi tendidas en el prado dos camisas tuyas con lazos celestes, que era como verte a ti, zapatera de mi alma.

Mas cuando regresa el Zapatero disfrazado de titiritero, y toma un vaso de vino en la taberna de su deseada esposa, afirma categórico:

–       Vino de uvas negras como el alma de algunas mujeres que yo conozco.

Y tras el reencuentro ya no volverá jamás el vino a los hábitos del nuevamente dichoso Zapatero: sólo el café con leche.

En el Amor de Don Perlimplín con Belisa en su Jardín. Aleluya erótica en cuatro cuadros y un prólogo ( 1931 ) el sexo de la mujer se revela en su forma tradicional de olor real a pescado, mediante la hipálage  ( “Amor, amor. Entre mis muslos cerrados, nada como un pez al sol”) y en su forma conceptualmente simbólica de alcohol, cuando se transgrede la moral conyugal ( “La noche de anís y plata / relumbra por los tejados./ Plata de arroyos y espejos./ Y anís de tus muslos blancos ). Todos los amantes de la pendona de Belisa se relacionan con el alcohol:

–       ¿Y de quién son aquellos cinco sombreros que veo debajo de los balcones?

–       De los borrachitos que van y vienen, Perlimplinillo. ¡Amor!

En el Retablillo de Don Cristóbal. Farsa para guiñol ( 1931 ), la voracidad y maldad de Don Cristóbal quedan simbolizadas en el alcohol. Así, la madre de Rosita, le increpa a don Cristóbal del siguiente modo:

–       ¡Borracho! ¡Indecente!

Y la misma Rosita pregunta a Don Cristóbal:

– ¿Has bebido mucho?

Y don Cristóbal responde:

– Me gustaría ser todo el vino y beberme yo mismo. Jaaaa. Y mi barriga un gran pastel, un gran pastel con ciruelas y batatas. Rosita, cántame algo.

Claro, que tener un marido borracho garantiza ciertas libertades para la lujuria de Rosita, mientras don Cristóbal duerme la mona:

–       ¿Has bebido mucho? ¿Por qué no te echas una siestecita?

Y al finalizarse este teatro de marionetas augsburguesas prebrechtianas el Director acaba atacando los ambientes de las ciudades turbios por el alcohol. Una vez más, el alcohol como la sangre del Mal, como incentivo a una sexualidad tanática.

En la desasosegante obra Así que pasen cinco años. Leyenda del Tiempo en tres Actos y cinco Cuadros ( 1931 ) el amigo del Joven enamorado cumple una función mefistofélica y naturalmente maligna, y en esa actividad no para de beber anís y cocktails. Sin embargo, el sublime amor del Joven es una pura sed de agua: “Yo quisiera quererla como quisiera tener sed delante de las fuentes”. El Mefistófeles bebedor sugiere combatir el miedo a la muerte con la bebida.

–       Usted, con beber tiene bastante.

–       Yo hago lo que me gusta, lo que me parece bien. No le he pedido su parecer.

El Mefistófeles bebedor, sibarita asesor del Joven enamorado, también se caracteriza por su egoísmo ilimitado.

–       Primero eres tú que los demás.

Mas al final triunfa coyunturalmente – la vida es pura coyuntura breve – la abstinencia de la Mecanógrafa, “con el aire en un vaso y el mar en un vidrio”, la mujer que de verdad existe por ser la que de verdad ha querido. No obstante, la vida del Joven se acaba bebiendo chartreuse junto a jugadores ventajistas que tienen un as de copas rebosando por los bordes, y huyen bebiendo en él, con dos chicas, por el Gran Canal. Angustiado el Joven afirma:

–       El coñac es una bebida para hombres que saben resistir.

Y cuando agonizaba dijo:

– Un poco de chartreuse. El chartreuse es como una gran noche de luna verde dentro de un castillo donde hay un joven con unas algas de oro.

Ruedan Eros y Thánatos enlazados por un despeñadero vertiginoso. El amor como hijo legítimo del agua, y la muerte como hija del alcohol.

El Público ( 1933 ) es un drama sin alcohol, abstemio, como corresponde a una muy lírica y terrible versión de la Pasión de Jesucristo.

En Bodas de sangre (1933), el Novio, hombre formal y bueno, y por ello víctima pura de la tragedia, es abstemio, y su Madre se lo dice al viudo y viejo Padre de la Novia:

–       No prueba el vino.

Por el contrario, el amante, Leonardo, es todo alcohol puro, y su cercanía emborracha el corazón de la Novia, que se hace un embudo por el que se cuela una pasión tanática y autodestructiva, un frenesí de disolución.

– No puedo oírte. No puedo oír tu voz. Es como si me bebiera una botella de anís, y me durmiera en una colcha de rosas. Y me arrastra, y sé que me ahogo, pero voy detrás.

Como en todas las bodas judeocristianas también en esta boda está presente el vino, y los mozos obligan al Novio abstemio a beber vino.

–       ¡Tienes que beber con nosotros!

–       Estoy esperando a la novia.

–       ¡Ya la tendrás en la madrugada!

–       ¡Que es cuando más gusta!

–       Un momento.

–       Vamos.

Naturalmente, además del vino, también están presentes otras delicias “envinadas”, como los roscos de vino.

La tentación en forma de Muchacha 2ª le inclina a Yerma ( 1934 ) fatalmente a un mal remojado en anís:

–       Toda la gente está metida dentro de sus casas haciendo lo que no les gusta. Cuánto mejor se está en medio de la calle. Ya voy al arroyo, ya subo a tocar las campanas, ya me tomo un refresco de anís.

Pero el vino lujurioso también puede convertirse o tener la forma del jornal honrado que Juan da a sus hermanas para que velen por la honra de Yerma, huérfana de hijos y amiga del agua.

–       Una de vosotras debía salir con ella, porque para eso estáis aquí  comiendo en mi mantel y bebiendo mi vino.

Y en la ermita pagana y demoníaca, en donde las romeras buscan anhelosas el fin de su esterilidad y las viejas brujas llevan a sus hijos sementales para cubrirlas, la Muchacha 1ª describe el imperio del dios Baco, en medio de una gran opulencia gestual.

– Más de cuarenta toneles de vino he visto en las espaldas de la ermita.

Porque Baco asegura la fecundidad de las mujeres a precio de su honra. Aunque su malignidad esencial no pudo con la pobre Yerma. Y cuando la desgraciada Yerma encuentra a su marido, lo ve tocado por el vino, queriendo entregarse a un torpe amor estéril incitado por el alcohol y un clima de paganía. Y Yerma lo tiene que matar como hija que es de la vida y del agua. El alcohol no trae la vida para Lorca; sólo el placer egoísta.

Doña Rosita la soltera o el Lenguaje de las Flores ( 1935 ) constituye un drama blanco y triste, con esa tristeza inmaculada que rezuma el granadino Paseo de Los Tristes. Una de las pocas alusiones al maligno alcohol la tenemos en un venenoso comentario de la Srta. Ayola 1ª, en el que se alude al infiel novio eterno de Rosita.

–       Yo no quiero comer. Prefiero una palomilla de anís.

–       Y yo de agraz.

–       ¡Tú siempre tan borrachilla!

–       Cuando yo tenía seis años venía aquí y el novio de Rosita me acostumbró a beberlas. ¿No recuerdas, Rosita?

–       ¡No!

En otro momento, la venenosa Srta. Ayola ofende a la madre de unas niñas pobres y cursis con el tema del alcohol.

–       Me parece que la vieja ha empinado el codo. ¿Quiere otra copita?

El alcohol vuelve a aparecer en el momento en que el Novio y primo traiciona a Rosita con un casamiento por poderes, y con ello la condena a una soltería perpetua.

–       Bebe conmigo una copita, hombre. Hoy es día de que lo hagas.

Una vez más el alcohol como la sangre de la malignidad.

En La Casa de Bernarda Alba ( junio de 1936 ) se muestra a los velatorios de España, enhebrados de hipocresía y odio, con una distribución de jarritas blancas llenas de limonada. A los hombres, entendidos siempre en Lorca en su aspecto de “machos”, Bernarda manda echarles una copa de aguardiente. Magdalena no ve verdaderamente progreso en la posibilidad que tienen los pequeños pueblos de España de empezar a beber vino de botella.

–       Hoy hay más finura, las novias se ponen de velo blanco como en las poblaciones y se bebe vino de botella, pero nos pudrimos por el qué dirán.

Con “La Casa de Bernarda Alba” se cierra la insoslayable obra teatral de Federico García Lorca, una obra en la que sus didascalias, como en las de Valle-Inclán y en las de nuestro admirado Francisco Nieva, son pura literatura lírica.

Otras veces, en sus textos en prosa, el maligno vino le sirve al vate de Fuente Vaqueros para expresar con dureza la aguda miseria de aquella España, como en el “Mesón de Castilla”, inserto en su libro en prosa “gabrielmirosa” Impresiones. Melancolía, novelería, crepusculismo impresionista y baudelariano. Veamos algunos párrafos de este cuadro:

“En un rincón estaba el despacho, con unas botellas sin tapar, un librillo descacharrado, unos tarros de latón abollados de tanto servir y dos toneles grandes, de esos que huelen a vino imposible”.

“La mesonera repartía vino tinto en vasos sucios de cristal, y como eran muchas las moscas que volaban sobre los pozuelos dulzones, éstas se caían a pares sobre las vasijas, siendo sacadas de la muerte por los sarmentosos dedos de la dueña”.

“Con el vino y la comida los viajeros se alegraron, y alguno, más contento o más triste que los demás, tarareaba entre dientes una monorrítmica canción”.

En la impresión dedicada a “Covarrubias”, juega el escaldo de Fuentevaqueros con el doble sentido y la polisemia connatural a las palabras, figura y mecanismo esencial de toda literatura, como ya aludiera Horacio con su “callida iunctura” y el genial Bréal lo confirmara: “El mesonero es a la vez médico del pueblo. Es una figura extraña, con los ojos desencajados, con grandes tufos a la malagueña”.

En el “Amanecer de verano”, de Granada, el poeta presiente aterrado la llegada del mediodía como una borrachera desagradable de luz y calor: “Algún gallo canta recordando el amanecer arrebolado y las chicharras locas de la vega templan sus violines para emborracharse al mediodía”.

El “Albaicín”, especie de cuadro de terror, se nos describe como un espantoso contraste entre el misticismo y la lujuria, entre el cielo y el infierno, entre el bien y el mal. Por una parte el agua, la cera, el incienso, la “oratio sancta” y la monja; y por la otra, el vino, el olor de macho cabrío, de orines y de estiércol, y la puta, la horrible y dantesca canéfora de pesadilla. El vino del burdel putrescente frente al agua de los conventos y las iglesias. El demonio y Dios en la misma calle.

En las “Puestas del Sol”, del Verano las uvas parecen guardar misteriosamente el licor hipnótico y nocturno de la luna, protegiéndolo del resol bendito: “En los árboles y en las viñas aún queda un resol extraño…y poco a poco los montes azules, ceniza verde sobre rosa, se enfrían y todo va tomando el color hipnótico de la luna.”

En los “Jardines de las Estaciones”, en donde Federico describe el típico jardín público que sufre la inveterada incuria municipal y ferroviaria, vuelve el poeta a blandir su saña antialcohólica ante la pureza que tan difícil se hace de una naturaleza tutorizada por el típico Ayuntamiento español: “Al lado está la cantina. Todos los restos alcohólicos de ella se vuelcan en el jardín. Estas flores están regadas con vino maloliente.”

En el poema “Tierra y Luna”, datado en 1935, recordando su estancia en Nueva York, el vate granadino apuesta claramente por los más débiles, aquellos a quienes no paran de conculcar, de zapatear sus cabezas, todas las ebriedades del mundo, incluyendo a los traficantes de alcohol:

Me quedo con el niño desnudo

Que pisotean los borrachos de Brooklyn,

Con las criaturas mudas que pasan bajo los arcos.

Con el arroyo de venas ansioso de abrir sus manecitas.

Efectivamente, Lorca sería partidario de una Ley Seca que combatiera todas las inhumanas ebriedades del mundo. Porque Lorca es el poeta de la sobriedad formal y moral, porque Lorca es el poeta del agua, el agua que disuelve todos nuestros pecados, que lava nuestra suciedad moral. Porque Lorca es el virginal Hipólito martirizado de España. Así, en “Siento”, vemos una preciosa epíclesis a las mujeres, esas mujeres puras y purificadoras, cuya mejor representante es la Virgen María:

“Mujeres, derramad agua,

por favor;

cuando todo se quema,

sólo las pavesas vuelan

al viento.”

Ya desde el principio de su carrera literaria Lorca manifestaba con frecuencia su tenaz esfuerzo por conseguir una sobriedad estética y armoniosa que se enmarcara eurítmicamente en una sobriedad moral de orden político y social. El lorquismo es una pasión de agua, una agonía de agua. Igual que el personaje de Don Alhambro, Federico se nos presenta como un excelente catador de agua, el mejor y más documentado catador de agua en esta España vinícola de las mil aguas. Hablaba del agua que sabe a violetas, del agua que sabe a reina mora, de la que tiene gusto de mármol y del agua barroca de las colinas. El sopor de la muerte lo portaba un whisky marca Machaquito, de arcos de herradura y de grandes páginas escritas en inglés, en las cuales brillaba con fulgor de oro la palabra Spain. Pero en la Granada verdadera y eterna el día no tiene más que una hora, y esa hora se emplea en beber agua.

La introducción de la surrealista prosa trágica sobre la “Degollación del Bautista” constituye toda una melancolía de agua, una eterna sed de agua limpia y de justicia: “No era posible la existencia de los paños blancos, ni era posible el agua dulce en los valles”. En “Santa Lucía y San Lázaro” el alcohol se convierte en el principal refugio de los hombres calculadores, de la hipocresía farisea y de la farisea usura, además de tocar el alma pseudocatólica de la secretarias tocadas por la tristeza del Blanco y Negro de 1910: “Las gentes bebían cerveza en los bares y hacían cuentas de multiplicar en las oficinas, mientras los signos + y x de la Banca judía sostenían con  la sagrada señal de la Cruz un combate oscuro, lleno por dentro de salitre y cirios apagados”.

El glorioso asesino de la “Nadadora sumergida” reconoce explícitamente la mortífera mezcla que resulta de la combinación de ciertos alcoholes ya letales de por sí: “Nunca pude besarla a gusto. Se apagaba la luz, o ella se disolvía en el frasco de whisky. Yo entonces no era aficionado a la ginebra inglesa. Imagine usted, amiga mía, la calidad de mi dolor.”

Si los ángeles nos hacen regalos, nos guían, nos protegen y nos previenen, si las musas nos enseñan, nos inspiran y nos infunden memoria técnica, los duendes, el duende, nos acerca radical y directamente a Dios, que es la realidad de las realidades y la raíz y sostén de toda realidad, con la que se entra en tierna intimidad con los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la vía láctea. Y, a veces, en muy contados trances y ocasiones, paradójicamente, en momentos muy especiales, para que el artista pueda salir de esta realidad virtual en que se ha convertido la fantasmal vida social de los hombres, tiene que – en momentos, ya digo, muy puntuales para Lorca – acercarse al duende oscuro ingiriendo muchos litros de agua pura, bendita, o tomando un buen trago de abrasadora cazalla. Así, nuestro Federico, en su conferencia “Teoría y juego del duende” – que una vez leída uno se da cuenta de los estúpidos que son la mayor parte de los mitos políticos, estéticos o morales que se han creado sobre Lorca – llegó a contar la siguiente historia:

“Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: “¡Viva París!”, como diciendo: “Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa.”

“Entonces La Niña de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero…con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de los vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.”

Pero el mejor piropo que Lorca tiene para elogiar una obra de arte, bien sea de baile, de cante, de música, de plástica o de poesía es la expresión de “como un chorro de agua”. Para Lorca la belleza la crean todo tipo de cisnes con sus gestos, al deslizarse sobre las aguas puras, sobre las linfas cristalinas. Así dirá en el inteligentísimo “Homenaje a Luis Cernuda”: “Yo vengo para saludar con reverencia y entusiasmo a mi “capillita” de poetas, quizá la mejor capilla poética de Europa, y lanzar un vítor de fe en honor del gran poeta del misterio, delicadísimo poeta Luis Cernuda, para quien hay que hacer otra vez, desde el siglo XVII, la palabra divino, y a quien hay que entregar otra vez agua, juncos y penumbra para su increíble cisne renovado”.

Y no hay nada como el mundo siniestro del alcohol para asustar a los rorros que no quieren dormirse con las melancólicas y tristes nanas de España, comentadas magistralmente por Federico:

“Unos veníen borrachos,

otros veníen alegres;

otros decíen: Muchachos

vamos matar las mujeres.

Ellos piden de cenar,

Ellas que darles no tienen.

¿Qué ficiste los dos riales?

Muyer, ¡qué gobierno tienes!”

Lorca sabe usar primorosamente la imagen del agua para expresar tanto el microcosmos ideado por el magín de Góngora, como el control y la medida que el poeta cordobés imponía a su propia imaginación: “el orbe definido y visible de la redonda Tierra limitada por las aguas”. Las aguas otra vez como control, brida, orden y medida de nuestra propia creación. Puro apolinismo de pureza transparente e insípida.

Nuestro vate granadino sostiene categórico que el poeta o escritor en general que inicia una creación de valor debe estar borracho de agua pura, de equilibrio y de transparencias: “El poeta que va a hacer un poema ( lo sé por experiencia propia ) tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón. Para serenarse, siempre es conveniente beber un vaso de agua fresca y hacer con la pluma negros rasgos sin sentido.” Beber mucho agua fresca, mientras aguas profundas y quietas cabrillean entre los juncos…a punto de regalar al poeta sorpresivamente alguno de sus tesoros. Efectivamente Lorca no cree que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre, sino con una sangre “sorgiva” llena de agua cristalina. Y cuando el poeta enamorado está solo en medio de la verde soledad del agua, lo oye el mar, lo oye el viento, y al fin el eco se guarda la más dulce sílaba de su canto. Federico García Lorca ha sido para la literatura española el poeta del agua, el gran encomiador de la sobriedad más cristalina y transparente. Lorca, lejos del dionisismo con el que le han calificado algunos (Francisco Umbral), es el poeta más apolíneo de la Generación del 27.

Valdepeñas, a 3 de Noviembre de 2006

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