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Alguien asesora mal al rey, que asustado por la victoria de PODEMOS en las elecciones al parlamento europeo, dimite en forma de abdicación. La huida de Juan Carlos provoca el nombramiento de Felipe VI, segundo monarca de la dinastía instaurada por el general Francisco Franco tras casi cuarenta años de dictadura militar fascista. Juan Carlos, que no gozó de la legitimidad dinástica, dado que aceptó el trono en contra de la voluntad de su padre, legítimo heredero de la corona, sí que dispuso, sin embargo, de la fuerza del mandato del dictador, que dejó instrucciones para que a su muerte el ejército se pusiera a las órdenes del heredero y nuevo Jefe de Estado.

Pero Juan Carlos y sus asesores sabían bien que ese apoyo no garantizaba la continuidad de su trono y la consecución de sus primarias ambiciones personales, por lo que optó por seguir, esta vez sí, el consejo de su padre, que siempre había dicho que la monarquía no se asentaría en España si no contaba con el apoyo de los socialistas y de los comunistas. Así pues, de la mano del falangista Adolfo Suárez, a quien nombró el Rey a dedo Presidente del gobierno, impidió Juan Carlos la ruptura democrática e inició un proceso para acabar con cualquier opción de libertad política, asentando su trono sobre el consenso (pensamiento único). Fue la vieja concordia francesa, el reparto del botín del Estado, lo que sirvió a Juan Carlos de garantía para el mantenimiento de sus privilegios. Suárez cumplió con su cometido y urdió el plan en colaboración con el franquista Fraga y con los dos grandes traidores a la libertad política, Felipe González y Santiago Carrillo; juntos cometerían la mayor infamia que ha sufrido España y fijarían las bases del régimen de partidos y de la corrupción a todos los niveles, siempre con el beneplácito real. Todo ello, previo sacrificio de la unidad nacional, que se ha visto gravemente dañada por un régimen de titulares sin escrúpulos.

Caído Juan Carlos por miedo, le ha dejado la pelota caliente a su hijo, según él, “para que no peine canas” (que hay que tener mala leche). Desde luego, como afirma Don Antonio García-Trevijano, el nuevo rey goza de una legitimidad sucesoria que no tenía su padre, pero no es menos cierto que su trono se encuentra en una situación más débil que la de su predecesor. Igual que Franco hizo con Juan Carlos, Juan Carlos ha impuesto un nuevo régimen a los españoles, que acobardados e incapaces, han asistido con un silencio sepulcral al espectáculo de la coronación de Felipe VI. Fue Benjamin Constant quien escribió que para que una monarquía fuera “tolerable” por el pueblo, debía tener al menos 100 años de existencia. La mayor amenaza de la monarquía no son los reaccionarios que salen a la calle con las banderas de la Segunda República, pues muchos de ellos, como Izquierda Unida o Esquerra Republicana, llevan viviendo del régimen (y aceptando su monarquía) casi cuarenta años.

El peligro se encuentra en el hecho de que la mayoría del pueblo español ni respeta, ni siente ningún apego por la monarquía, por lo que venido el caso de su caída, no harían nada por ella. Sólo los ignorantes o los interesados ofrecen su voto de confianza a un régimen político cuyo precedente y cuenta de resultados políticos, económicos y morales, ha resultado nefasto. Es la corrupción sistemática, la corrupción como factor de gobierno, esa corrupción que empieza a salir a la luz a cuenta gotas, el verdadero motor del consenso; de ahí los más de 10.000 aforados que existen en España o la inviolabilidad del usurpador Juan Carlos. El desprecio popular silencioso, demostrado en las imágenes del paseo real durante el día de la coronación, al que Madrid no acudió masivamente, como sí hacía con Franco, por ejemplo, obliga a Felipe VI a buscar apoyo en los partidos políticos, tal y como ya hiciera su padre. Pero mientras su padre poseía la fuerza del ejército, demostrada con la imprevista y forzada dimisión de Suárez y con el posterior autogolpe del 23F, Felipe VI sólo puede sonreír y tender la mano para tratar de ganarse el favor de los nuevos partidos que en absoluto tienen el interés de enmendar la fechoría de los viejos partidos estatales, que han troceado, saqueado y hundido hasta la miseria a una España cuya conciencia de unidad agoniza y cuyo futuro, en manos de este rey que ni reina ni gobierna, ni es respetado, conllevará un nuevo consenso y más mentiras, más corrupción para que una nueva generación de saqueadores demagogos se enriquezca. Felipe VI es un pelele en manos de los partidos estatales, es el rey constitucional de una constitución inaplicable. Si tenemos en cuenta que España se enfrenta al reto de su futura existencia ante el órdago del independentismo, la situación no es grave, sino gravísima.

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