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Queridísimo tataranieto de la estirpe milenaria de Hugo Capeto y Adelaida de Aquitania: Me atrevo a escribirte, como cabeza de los Manes regios de los Borbones y desde mi amor infinito a esta familia, tras haber leído tu primer discurso, en donde esparces tanta nobleza de alma, como Rey ya de los españoles. Mucho se nota en tu discurso, a pesar de algunos pocos elegantes períodos y unas cuantas imágenes bellas, que faltan en tu corte un Boileau o un Racine, o mejor, un Bossuet y un Bourdaloue, o un La Rochefoucauld y un Fénelon, o un  La Bruyère y un Pierre Corneille, o una Madame de Sévigné y un Molière, o un sencillo La Fontaine y un profundo Quinault, que infundan una elegancia más sistemática a la mayoría de los desmayados períodos que para ti se han escrito. Tu padre, más ampuloso que tú, tuvo, sin embargo, algún asesor que conocía al menos los rudimentos de la retórica clásica, sabiendo cuanto menos organizar bien el discurso, con su exordium, dividido en captatio benevolentiae y partitio, la narratio, como prótasis argumentativa, la confirmatio, y, finalmente, el epílogo, con su rerum repetitio y posita in affectibus.  Aquí, en el epílogo estuviste brillante con la revolucionaria cita de vuestro genial Cervantes. No es culpa tuya tampoco el que no te sepan hacer un discurso; a los compatriotas de tu generación se les escamoteó los conocimientos humanísticos, y están ayunos de cualquier vestigio de retórica clásica. Ante la cosmovisión poderosa de la tecnología – cuidado querido tataranieto con esa nueva ideología imperial – habéis prescindido del arte de la palabra, ars dicendi, y ya cualquier indocumentado cultural puede dar su conferencia con un power point. Pero recuerda, queridísimo tataranieto, que en tus reales discursos la belleza formal, la claridad y el orden, reflejarán también la belleza moral y el sentido de justicia y amor a la patria. Un  Rey debe hablar siempre con elegancia amable y bella y rutilante claridad. Aunque esta cualidad es menos importante que tu sincero patriotismo, sin embargo no la descuides.

Amad a los españoles y a todos los ciudadanos adictos a vuestra corona y a vuestra persona. No prefiráis a los que os elogien más; estimad a los que, para obrar bien, se atrevan a disgustaros. Estos son vuestros verdaderos amigos.

No dejéis nunca vuestros negocios por vuestro placer; pero hacéos una especie de reglamento que os permita momentos de libertad y de diversión. La Reina también tiene sus derechos con vos.

Prestad mucha atención a los asuntos de Estado cuando se os hable de ello; escuchad mucho al principio, sin decir nada. Haced todo lo posible para conocer bien a las personas más importantes a fin de serviros de ellas oportunamente. Tratad bien a todo el mundo; no digáis nada desagradable a nadie; pero distinguid a la personas de calidad y mérito.

Tratad bien a vuestros criados, pero no tengáis demasiada familiaridad con ellos, y menos aún confianza. Servíos de ellos mientras sean discretos: despedidlos a la menor falta que cometan, y no los defendáis nunca contra los españoles. Amad siempre a vuestros padres los Reyes. Mantened mucho trato con ellos, en las grandes cosas y en las pequeñas. No tendréis jamás mejores consejeros. Sobre todo, no permitáis jamás que os encizañen el corazón contra vuestro padre, que no sólo es el amigo que más os quiere, sino que si permitís la crítica contra él en vuestra presencia, convocaréis a todos los demonios del Reino y os haréis un daño irremediable que pondrá en peligro vuestra Corona.

Visitad a menudo Cataluña, y no mostréis sorpresa por los rostros que encontréis. Vos sois el Rey, el Jefe del Estado. Y con el tiempo los rostros se ablandarán. Jamás aceptéis presentes, a menos que sean bagatelas.

No os dejéis jamás gobernar por los partidos. Sed siempre el árbitro, y no tengáis nunca favorito. Escuchad, consultad. Dios, que os ha hecho rey, os dará las luces necesarias mientras tengáis buenas intenciones. No sde le exige a un rey que diga cosas memorables, sino que las haga.

Recordad que aunque no se puede hacer el bien en todo momento, siempre se pueden decir cosas agradables. No perdáis jamás oportunidad de decir a los hombres esas cosas que halagan el amor propio, provocan la emulación y dejan un largo recuerdo. Cuidad tanto de no decir cosas desagradables ni expresaros en términos descomedidos – que son siempre mortales en boca de un Rey -, que ni si quiera os permitáis las más inocentes y pacíficas bromas, aunque los particulares las hagamos todos los días tan crueles y tan funestas.

Será siempre bueno que os agraden los elogios, porque os esforzaréis en merecerlos. Aconsejad siempre al gobierno que ejecute hermosas obras públicas. La posteridad admira con reconocimiento lo que se ha hecho de grande para el público, pero critica la suntuosidad privada. Amad todos los días de vuestra vida la grandeza y la gloria, y engrandeceréis España. Estableced entre el trono y la nación una correspondencia continua, y que no la puedan cortocircuitar los partidos. Y toda la nación secundará a su soberano. Refinad vuestro gusto en la arquitectura, los jardines y la escultura, y ennobleceréis las nuevas construcciones que se levanten bajo vuestro reinado.

No se os ocurra otorgar ningún privilegio administrativo a la familia de la Reina, so pena que queráis abrir un nuevo caso Urdangarín, y podría ocurrir que el aguante de los españoles se terminase con ello. El conocimiento profundo de la jurisprudencia no le corresponde a un Rey, pero sí el conocer muy bien las leyes principales. Mientras exista la herida abierta de Gibraltar, no consintáis jamás que vuestros barcos arríen su pabellón delante del de Inglaterra. Cuando los traidores de la Corte – que los tenéis – invoquen el Tratado de Utrecht como documento para la resignación, contestadles de inmediato que si los españoles se hubieran resignado con tal Tratado de Utrecht, jamás hubieran reconquistado Menorca. Nada os importe en esta cuestión, salvo vuestro honor de Rey.

No divorciéis en absoluto vuestra propia gloria del progreso de una España floreciente, no miréis jamás al Reino con los mismos ojos que un señor mira su tierra, de la que saca todo lo que puede para vivir tan sólo en los placeres. Y no se os olvide que todo Rey que ame la gloria ama el bien público.

Los tiempos de la Fronda tienen que pasar si el sentido común aún no se ha perdido del todo en tu pueblo y tú ayudas a reconducir a las autonomías con sus levantiscos caudillos ( los pequeños tiranos de mi época de la Fronda ).

Ayudad a uniformar la jurisprudencia entre los escombros de las autonomías, escombros de un edificio gótico en ruinas. Lo que es justo o verdadero en Zamora o Valdepeñas no sea considerado falso o injusto en Gerona. Pensad siempre que la uniformidad en cualquier orden administrativo es una virtud. Conseguirás hacer de una nación hasta ahora turbulenta un pueblo pacífico, peligroso únicamente para sus enemigos, después de haberlo sido para sí misma  durante más de doscientos años. La riqueza de un país consiste no sólo en el cultivo de las tierras, el trabajo industrial y el comercio, sino sobre todo en la educación de sus habitantes.

Sed un Rey religioso, además de católico sincero – que lo sé -, en el sentido de que se os vea acudir a las celebraciones religiosas más importantes en el Año Cristiano. Si hay un grupo que apoya a la Monarquía es el de los católicos, que piden por el Rey todos los días en misa. Sed entonces con ellos generoso y gentil, sin caer en la estridencia pía. El cristiano común, al veros de vez en cuando en actos religiosos, mezclará en su corazón la devoción religiosa con la devoción a la monarquía. Ello no sólo es fariseísmo sino respeto a la religión mayoritaria que practica vuestro pueblo.

En fin, queridísimo hijo de mi estirpe milenaria, os ruego por el bien de nuestra Casa que toméis en cuenta estos consejos de este Rey que tanto os quiere y que vive en los intermundia en donde vive la realeza española, entre otras. Actualizarlos si es menester, pero atended a la letra de la melodía.

Vuestro tatarabuelo que besa vuestras fuertes manos,

Luis XIV, Rey de los franceses.

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