Claro
Oscuro
A diferencia de la violencia anarcosindicalista, que sedujo al bueno y caótico Sorel ¬en sus Reflexiones de 1908¬ con el mito de la huelga general revolucionaria, el terrorismo de ETA es el factor de una guerra psicológica de liberación, que seduce a un ingenuo abertzalismo con el mito de la Independencia de Euskadi. La violencia revolucionaria quería suprimir el Estado con la idea antropológica de que la bondad natural era consustancial a una humanidad libre de coacciones. El terrorismo nacionalista tiende a erigir un Estado propio con la idea antropoide de que la maldad contra el bando adversario, por repugnante que parezca, no deja de ser banalidad para la suprema causa de la Independencia. Y esa banalidad del mal suprime la aparente contradicción entre fines humanos y medios inhumanos. Etimológicamente, la banalidad es lo común a una parte circunscrita de la población. El mal causado al bando español mediante crimen no es inmoral, porque es banal. Este sentimiento inconsciente late en el corazón nacionalista de algunos vascos que jamás harán ni aprobarán lo que, sin embargo, no rechazan en otros. Y aquí yace la resistencia a maldecir los crímenes de ETA si a la vez no se condenan los del Estado que la reprime. Una cuestión incorrectamente planteada porque supone la homologación política de dos males heterogéneos: terror estatal y terrorismo civil.
El Terror soberano del Estado (Hitler, Stalin, Pinochet, Junta argentina) no constituye terrorismo. Este procura la mayor publicidad de sus crímenes, para amedrentar a la clase dirigente con el desorden público. Aquél oculta sus fechorías en el secreto de Estado para protegerla con más orden público. El Terror señala a su adversario en todo lo subversivo. El terrorismo, en todo lo establecido. Los crímenes de los GAL caen en la esfera del Terror soberano. La mentalidad estatal que los urdió no es cualitativamente distinta de la que inspiró el nazismo y el sovietismo. Siendo dos males, es peor calamidad el Terror estatal que el terrorismo. En sentido riguroso, decir terrorismo de Estado es un contrasentido, una verdadera contradicción en los términos. La autoridad que lo practicara destruiría el propio orden estatal que la legitima. Los crímenes de ETA, en cambio, caen de lleno en el terrorismo político. No son, por supuesto, delitos comunes. La distinción entre violencia común y terror especial es definitoria. A la supuesta violencia de un Estado politizado, que reprime la base social de la Independencia de Euskadi, ETA responde con el terror del asesinato cotidiano en un sociedad despolitizada. Llamar violentos a los criminales más que una eufemia literaria es una blasfemia política.
El mundo clásico, como ha recordado Martín-Miguel Rubio en un memorable artículo que hizo brillar a estas «Otras Razones», penetró más y mejor en la distinción entre violencia y terror que los análisis existencialistas de Merleau Ponty y Hannah Arendt. Aquél acertó, frente a Sartre, al separar el humanismo marxista del terror soberano estalinista, pero no llegó a concebir el terrorismo como método inherente a la conquista del Estado. Y mi admirada Arendt no cayó en la cuenta de que el terrorismo nazi solamente existió antes de la toma hitleriana del poder, aunque prefigurara el Terror que, ya bajo secreto de Estado, condujo al exterminio de lo no ario.
El terrorismo de ETA también prefigura, porque condiciona, lo que sería el terror soberano vasco, si llegara a constituirse en el Estado propio que persigue. Esto, precisamente esto, es lo que no comprende Arzallus cuando cree pretender lo mismo que ETA pero por medios pacíficos. Agrada la sinceridad de Arzallus. Pero desagrada, por ser incoherente, que diga misa nacionalista en el altar del gobierno vasco instalado en el Estado español y, a la vez, repique campanas de soberanía o toque a rebato separatista.
LA RAZÓN. JUEVES 14 DE JUNIO DE 2001