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Creer que las opiniones, por erráticas que sean, pueden ser constitutivas de delito, supone un grave atentado a la libertad de expresión. Esta libertad no debe tener más límites que los impuestos por el respeto a los portadores del derecho fundamental a la dignidad personal. Y hay que separar la opinión de todo lo que el vulgo confunde con ella. Informar sobre hechos probados no es opinar. Predecir los efectos de las leyes físicas o las políticas, antes de que ocurran, no es opinar. Decir, por caso, que donde no hay separación de poderes habrá corrupción, no es opinar. Las descripciones científicas de cosas materiales o de fenómenos sociales no son opiniones. Afirmar que en España no hay separación de poderes no es una opinión. Y tampoco lo es decir lo contrario. Pues una mentira descarada, sobre lo que todos pueden constatar con tan sólo mirar, no es una opinión. Donde no hay conjetura no puede haber opinión. Sólo se opina cuando se afirma o niega algo que, no siendo evidenciable, no puede ser probado.

Una sociedad que tipifica el delito de opinión en sus leyes penales es una sociedad primitiva y bárbara. Es primitiva porque sigue creyendo en el poder mágico de la palabra para contagiar a la comunidad de los valores que expresa, con independencia de la autoridad social del locutor. Y es bárbara porque reprime el mundo de las intenciones para proteger el mundo de los «idola» de la tribu, entendidos en el sentido institucional que les dio Bacon. El delito de opinión perdura en las sociedades modernas como una reliquia inconsciente del fetichismo de la palabra, como un conjuro de la ceremonia represiva contra el espíritu maligno del verbo. Una brujería vudú. Una hechicería estatal.

Una sociedad que pide a sus partidos, a su iglesia, a sus medios de comunicación y a sus intelectuales que condenen de modo expreso el asesinato terrorista, como prueba de que no comparten este modo de acción política, es una sociedad degenerada por un Estado criminal que nos trata a todos como potenciales asesinos y terroristas y que, sin embargo, se fía de las meras palabras. Hasta tal punto se aferra a ellas que esa misma sociedad las considera delictivas si enaltecen a terroristas.

Está tan poco segura de sus propios valores, tan asustada del atractivo mental del terrorismo en una comunidad que sufre la falta de respeto a la vida, tan convencida de que elogiar a los aterradores diluye el juicio moral de los aterrados, que no es capaz de permanecer impávida ante las voces que los exaltan y decide, como remedio mágico, poner entre hierros la vibración del aire que propagan. Para que no se oiga la voz de Batasuna, bachillerando de héroe al cadáver de una joven etarra, el Fiscal General solemniza la ceremonia fúnebre colocando en la frente de Otegui la corona del martirio. Su insensatez supera al delito, legalizado, de criminalizar las opiniones.

Si el sr. Otegui merece ser encarcelado por haber llamado soldado de la autodeterminación a una presunta terrorista, en su homenaje funerario, ¿Qué castigo merecerían recibir las voces públicas que siguen llamando héroes a consumados criminales para que sean indultados? Al fin y al cabo, la opinión de Otegui sobre la heroicidad de Olaia Castresana no pasa de ser conjetura subjetiva. Pero llamar héroe al general Galindo, cuando el TS acaba de agravar su justa condena por su condición de autoridad asesina, eso ya no es una opinión, sino una mentira objetiva que ofende a la Justicia que lo juzgó y a la conciencia moral de toda noción de orden público. Y, sin embargo, ni Otegui, laureando la memoria de una presunta etarra ni, por tantas otras razones, mi admirado periódico ¬el más libre de todos¬, alabando al convicto Galindo, cometen delito alguno. Diga lo que diga el art. 578 del Código Penal, ningún juez que además de independiente sea jurista podría aplicarlo.

LA RAZÓN. JUEVES 9 DE AGOSTO DE 2001

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