Claro

Oscuro

La verdad es la verdad, aunque la diga Berlusconi. Los pueblos occidentales se creen moralmente superiores a los de otras procedencias culturales. Esta creencia es inconfesable desde la derrota del racismo nazi. Por eso no habrá un debate ideológico sobre esa cuestión que, erre que erre, pone en duda la idea de una sola humanidad. La esclavitud, la conquista de nuevos mundos, las misiones, la trata de negros, el colonialismo, el imperialismo y la actual globalización, no habrían llegado a ser fenómenos marcantes de épocas históricas, si los factores materiales que los causaron no hubieran estado presididos por la conciencia de superioridad moral en las potencias esclavistas, conquistadoras, misioneras y colonialistas.

La creencia en el valor científico del darwinismo social duró hasta el fin de la última guerra mundial. La descolonización no supuso ni implicó la igualdad moral de las distintas culturas. La trajo consigo la necesidad de las dos potencias vencedoras de liberar los mercados coloniales de materias primas. La invasión cultural se produjo con el cambio del sistema de trueque por el monetario. Bertrand Russell se situó en una comparación adecuada cuando dijo preferir la crueldad de los conquistadores españoles a la de los dioses aztecas. Oriana Fallaci exhibe su ignorancia, situándose al margen de la historia y las ciencias antropológicas, cuando excluye de la cultura musulmana a la filosofía griega, que precisamente transmitió a la cristiana, y compara cosas entre sí incomparables: culturas en lugar de civilizaciones.

Desde el siglo XIX, los términos «cultura» y «civilización», aunque vulgarmente se confundan, designan realidades sociales y valores de distinta naturaleza. Japón, Corea del Sur y Turquía, por ejemplo, tienen hoy el mismo tipo de civilización material que nosotros, el mismo orden de valores económicos, profesionales y tecnológicos, pero sus culturas espirituales, sus modos de vida familiar y social, difieren entre sí y con los occidentales. Por eso, podemos compararnos, y resultar inferiores o superiores, en cantidad y calidad de obra producida o consumida, pero no en los valores espirituales que, pese a estar objetivados en esas obras de civilización, conservan su autonomía local en tanto que fuente social de dichas o desdichas personales. Pensamiento, religión, ética, ocio, amor, comida y estética son asuntos de la cultura. Ciencia, política, educación, economía, técnica y sanidad cuajan el progreso en grados de civilización. El fundamentalismo quiere resolver en favor de la cultura su conflicto con la civilización.

Todas las épocas engendradoras de hechos trascendentes para la idea de humanidad, como la inaugurada por el terror islámico con su maldita agresión a la civilización material de Occidente y a la cultura moral de todo el mundo, incluida la musulmana, pretenden trazar una línea maniquea de separación entre el Bien y el Mal. Lo que se esbozó en la guerra del Golfo ahora se está componiendo con un dibujo en blanco y negro que no permite matizar el claroscuro de luces y sombras puesto por la Naturaleza y la evolución cultural en todos los pueblos. Y antes de iniciar el derribo del fanático régimen afgano, de donde emana al parecer una de las fuentes del terror, se pone en la picota el fundamento natural de la universalidad de los valores morales. Las víctimas del terror no serán más y mejores víctimas que las talibán, por el hecho de que la represalia pretenda basarse nada menos que en el deber de civilizar la cultura teocrática de un país, unido por el islamismo, con la imposición occidental de una pura etnocracia tribal.

Pero si el primer rango en la crueldad de los holocaustos lo sigue ostentando la nación más culta y civilizada de Occidente, ¿de qué superioridad habla Berlusconi? ¿De la moralidad italiana sobre la abisinia?

LA RAZÓN. LUNES 8 DE OCTUBRE DE 2001

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