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El ataque militar antiterrorista de EE UU a Afganistán, con respaldo en una alianza casi mundial, no puede comportar notas de confrontación entre Occidente y Oriente, ni germen religioso de una cruzada cristiana contra el Islam. El mensaje anacrónico de Ben Laden obedece al signo embaucador de toda consigna bélica. Su eco arroba a las masas musulmanas con resonancias de odio muy diversas de las que les empujaron a galopar hacia la Edad Media, al ritmo de consonancias mediterráneas y disonancias monoteístas con al cristiandad.

En un espacio tecnológico, la integración de la Gran Asia (India, China, Japón) en un solo mercado global deja obsoleta la estrategia geopolítica de lo que, desde Alejandro y Pompeyo, se planteó como «la» cuestión Oriental (Asia Menor). Además, ni la guerra santa es una exclusiva mahometana ni todos los conflictos bélicos musulmanes son sagrados. En la guerra al régimen talibán no se está ventilando el porvenir de Asia ni la suerte del Islam. La novedad de la respuesta militar a un acto de terrorismo sin precedentes, junto al interés neocolonial en un oleoducto que lleve el petróleo caspio al Golfo Pérsico a través de Afganistán, no justifican que de un lado se hable de guerra santa y de otro de un choque de civilizaciones, o del «fin de la historia» y el retorno a la geografía, como insinúa, con su habitual talento, Dalmacio Negro. Todavía es pronto para distinguir el sentido de lo que está sucediendo en el mundo a consecuencia del fatídico 11 de septiembre. Pero nada arriesga el pronóstico de que, pese al aumento considerable de la agitación belicista en las masas musulmanas, y haga lo que haga EEUU, no habrá guerra santa. Como tampoco se producirá una ocupación permanente de Afganistán para asegurar el imperio estadounidense sobre el subcontinente índico y los sistemas semi-feudales del mundo musulmán.

La visión catastrofista del futuro, el pesimismo social que provocan las novedades desastrosas para la humanidad, no se basa en el conocimiento del presente o pretérito realmente ocurridos, sino en la imaginación del pasado que los vencedores introducen como verdad histórica en la memoria de los pueblos. Muy pocos intelectuales se sustraen al hechizo de la historia contada como cuento. Uno de ellos, acabada la derrota total del nazismo, hizo un precioso balance, para la contabilidad de Occidente, de los dos asuntos históricos que la guerra contra Afganistán ponen hoy de actualidad: la cuestión oriental y la cruzada cristiana.

René Grousset unió esos dos asuntos en una sola causa, que manifestó su potencia virtual pocos años antes de la expansión del Islam. El emperador Heraclio, continuador de la cristiandad constantiniana, ganó la guerra contra el mazdeísmo de los partos (Irán), que se había apoderado de Jerusalén, atacándolo desde el Cáucaso y devolviendo la Cruz al Santo Sepulcro. Ahí se prefiguró el sentido cultural de la Cruzada contra el antihelenismo de la empresa musulmana, continuadora de la mazdeísta, y el significado de la guerra santa del sultanato contra la cristiandad.

Con Israel en Jerusalén, Turquía en la OTAN, un estado persa salafita, una Arabia wahhabista, un Irak arruinado, una Palestina prisionera de su propio terrorismo y un mundo árabe enzarzado en al función política del Islam, no es imaginable una coalición de naciones musulmanas que declare nada menos que una guerra santa a Occidente. Estando Japón y China en la alianza de EEUU, Rusia y la UEE, y no siendo ya crucial el pasillo terrestre de Afganistán a la India, se borra por completo no sólo todo tinte de cuestión oriental en esta guerra de represalia antiterrorista, sino el menor atisbo de cruzada cristiana. El oleoducto y la represalia por la «septembrinada» no son ideas de índole anti-oriental ni cosas del cristianismo.

LA RAZÓN. LUNES 12 DE NOVIEMBRE DE 2001

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