Claro
Oscuro
Un sólo instante de terror pánico en la urbe cultural y en el centro militar del Imperio trastocó de repente la idea que la libertad política se había hecho de lo que es civilización y cultura. La relación de fuerzas entre los Estados no resultó alterada por la destrucción física de las cosas y personas que perecieron el once de septiembre. No era pues necesario una demostración de fuerza para restaurar, con la Justicia, lo que habían roto tres actos singulares de terrorismo.
La reacción de la soberbia del poder, en la Potencia de ámbito universal a la que humilló el atentado del fanatismo islámico, ha derribado algo mucho mas arduo de reconstruir que las torres gemelas y un ala del Pentágono. Esta guerra de represalia, además de compensar las pérdidas de vida inocente con ganancias en número de muertos, ha roto la confianza del mundo en el comportamiento civilizado de la civilización occidental. Ha dinamitado la creencia de que esta forma de vida, incluso si no está controlada por una efectiva separación de poderes, asegura la defensa de ideales morales y derechos humanos que la barbarie del fanatismo ignora.
Lo dije antes de que empezara y lo digo ahora que está a punto de terminar. La guerra de todo el mundo contra Afganistán no era necesaria. Capturar y llevar a los terroristas ante la Justicia era una empresa a la altura de los ideales que fundaron la democracia en América. Secuestrarla en aviones militares para que, sin pruebas ni juicios, emitiera sus fallos mortíferos sobre indiscriminadas y presuntas fuentes islámicas del terror, ha sido una venganza a la bajura de los instintos primitivos de dominación.
Antes de iniciarla se dijo que el objetivo de la guerra no era derribar al régimen talibán sino capturar a Ben Laden y al «mulá» Omar si no lo entregaba. Si ese pretexto bélico era sincero, hay que admitir ahora que la guerra ha conseguido lo que no se proponía y fracasado en su único objetivo. Y la legislación antiterrorista en el interior de los Estados Unidos ha puesto a los derechos individuales en un verdadero Estado de Excepción. Hasta ahora, esto es lo obvio.
Este tipo de reflexiones democráticas saca de quicio a los minúsculos gobernantes de estas culturas perdidas en problemas mayúsculos. Ocultan su falta de talento político y de carácter moral acusando a sus escasos opositores de minar la confianza en el Estado y de ayudar a la impunidad de los terroristas. No quieren saber que precisamente estos opositores son los únicos que defienden los valores que el terrorismo quiere destruir.
Si algún día el terror deja de ser instrumento de defensa o de conquista del Estado, esa bienaventuranza será obrada por los que hoy se oponen a que la sociedad abandone derechos y libertades individuales en aras de una falsa idea de la seguridad. Todas las dictaduras se han basado en esta falacia de los sentimientos. Y todos los estados de excepción implican no sólo el fracaso de la normalidad jurídica, sino un fatal homenaje que la impotencia de la libertad gobernada rinde a la dictadura ensoñada.
La única derivación positiva de la histeria de venganza contra el terrorismo se ha producido en la Unión Europea. Entre el montón de sandeces adulatorias que acumulan los gobernantes lacayos del Imperio, llama la atención que haya sido necesario un acto de terror insoportable para que se pongan de acuerdo sobre algo tan elemental como una definición común del delito y un común reconocimiento de la jurisdicción natural que ha de juzgarlo. El adelanto es notable, aunque Berlusconi siga degradando la imagen internacional de Italia al considerar que la corrupción política es un atributo nacional que sólo puede ser juzgado por la moralidad peculiar de cada país.
LA RAZÓN. LUNES 10 DE DICIEMBRE DE 2001