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Hace tres meses que gobiernos y medios de comunicación de todo el planeta discursean sobre el terrorismo como si este fenómeno moderno fuera una ideología o una concepción del mundo, equiparable en su amenaza a los Estados a la que en otros tiempos representó, con menor potencia operativa, la violencia anarco-sindicalista. Sólo así se puede comprender que el antiterrorismo haya pasado a ser, de la noche a la mañana del 11 de septiembre, el meollo ideológico de la política mundial, la veladura que encubre y justifica la remoción de derechos fundamentales y de pactos internacionales de desarme nuclear.

A causa de la amenaza terrorista se crean tribunales militares, se eliminan garantías jurídicas en las detenciones preventivas, se merman los derechos de defensa de los detenidos, se dan licencias gubernamentales para matar, se declaran guerras a países sospechosos de albergar terroristas, se conciertan nuevas alianzas entre Estados de ideologías antagónicas, se abandonan compromisos internacionales y pactos formales de contención de la carrera armamentística y, en definitiva, se da preferencia a la seguridad y la guerra sobre la libertad y la paz.

Nunca antes había condicionado el terrorismo, como ahora, la política de los Estados. Nunca antes se había visto elevado el terrorismo a la categoría de causa determinante de la política general de los gobiernos. Jamás habían soñado lo terroristas en alcanzar semejante grandeza. La desproporción entre la generalidad de la causa antiterrorista y la particularidad del efecto terrorista no habría podido producirse sin hacer de aquella la nueva versión de la más antigua y permanente de las ideologías estatales, la de seguridad y orden público. Lo que el terrorismo no puede conseguir por sí mismo, la destrucción de la democracia y las libertades, lo puede obtener ofreciéndose como coartada a los gobiernos. El Estado puede disolver en unos días de miedo las costras de libertad cristalizadas en siglos de progreso. No puede olvidarse que la esencia del Estado, el orden y la seguridad, es contraria a la esencia de las libertades y derechos individuales.

La perversión política del terrorismo ¬la humana no necesita argumentarse¬ se demuestra por sus efectos reaccionarios sobre las causas nacionalistas o religiosas que lo inspiran y sobre los Estados que lo padecen. Unas y otros entran en fases de regresión, motivadas por su impotencia ante el terror. El factor nacionalista de donde deriva el terrorismo se sitúa a la defensiva, temeroso de parecer cómplice de lo que no domina. Arafat simboliza el escarmiento que el terrorismo islámico ha dado al nacionalismo palestino. Ben Laden lo destruyó al defenderlo. El primer enemigo del nacionalismo preestatal o secesionista no es el Estado al que combate por medios políticos, sino el hijo que engendra para que persiga lo mismo por medios violentos. El 11 de septiembre legitimó las acciones represivas de Sharon y condenó la política dialogante de Simon Peres.

Los efectos del 11 de septiembre ya se han hecho patentes, y cada vez se harán más, en la política del Gobierno español ante el nacionalismo vasco.

La firmeza de Aznar en la cuestión del concierto económico con Álava es inseparable de su nueva legitimidad internacional en la acción antiterrorista contra ETA. El PNV de Arzallus parece no haber comprendido todavía que las posibilidades de negociación o de tregua con la banda terrorista se han esfumado, tal vez para siempre.

Y sin ese horizonte toda la política nacionalista del Gobierno vasco ha de someterse a una revisión profunda. Aunque no sea justo ni real, tras el 11 de septiembre, el sonido de las palabras autodeterminación, soberanía, independencia y separación sólo armoniza la música de la marcha fúnebre etarra.

LA RAZÓN. LUNES 17 DE DICIEMBRE DE 2001

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