Claro
Oscuro
Las manifestaciones de estudiantes contra el rigor educativo son apoyadas por sus maestros. Como indigentes mendigos mentales en huelga de adelgazamiento cultural, no encuentran justo que la elevación del nivel educativo deje en la cuneta a los menos favorecidos por la evolución natural en la lucha por la existencia. La política debe corregir las injusticias derivadas de las desigualdades individuales surgidas dentro de una misma y sola especie humana, sin la menor culpa de los enclenques, feos o zotes. Si la naturaleza crea diferencias crueles en fuerza, belleza y habilidad, una sociedad de civilización avanzada, como la conseguida con la transición española, tiene el deber de suprimirlas o, al menos, de emborronar sus perfiles sociales para que no sean motivo de discriminación. De no hacerlo así, el sistema caería en el darwinismo social.
En cuanto al aprendizaje de la habilidad intelectual, la revoluciones de la igualdad fracasaron porque no vieron donde estaba la verdadera fuente de la injusticia. Una, la francesa, la creyó encontrar en la desigualdad de derechos y la combatió con la igualdad de oportunidades. No se dio cuenta de que eso era una utopía si no estaba acompañada por la igualdad de condiciones familiares y de resultados académicos. La otra, la soviética, vio el manantial de la injusticia en la desigualdad económica y lo cegó haciendo a todos igualmente pobres e igualmente técnicos. Lo primero era inaceptable, lo segundo admirable y digno de imitación.
Menos mal que la sabia transición consiguió la igualdad de competencias intelectuales mediante una Constitución que garantiza el derecho de todos a la educación con una programación general de la enseñanza y la participación de los sectores afectados, especialmente padres y estudiantes. Si como principales afectados, se oponen ahora a la revalidación del bachiller (que sólo es una simple corona de laurel según lo aprendido en su excelente programa de educación humanista) tienen de su parte toda la razón constitucional. Y hacen lo que deben oponiéndose a la perversión de un gobierno que, bajo el pretexto de elevar los niveles de enseñanza, pretende nada menos que retrotraernos a la discriminación franquista entre buenos y malos estudiantes. Una discriminación que la democracia no puede ni debe tolerar.
Se podría atribuir al espíritu de la demagogia, que se encarna indefectiblemente en el cuerpo social cuando no hay democracia, la sublevación de enseñantes y enseñados contra una reforma educativa que les obligaría a unos y a otros, a sacrificar una hora diaria de su sagrado ocio a fin de aprender cosas que no son necesarias para saber corromperse, ganar rápidamente dinero, o hacerse famoso. Los únicos méritos que nuestra “democracia avanzada” ha consagrado desde su origen y de verdad valora.
Pero no debemos caer en la tentación de llamar demagogos a los animadores de la protesta por el hecho de que sean coherentes con la orientación política de la transición. Han dado a los estudiantes las apariencias de que tienen lo que les falta, planes serios de estudio y profesores competentes; y exageran la falta de lo que no tienen de sobra, medios y oportunidad de evitar el fracaso escolar. La igualdad no rige en el camino sino en la meta. Si no se garantiza la igualdad de resultados académicos, la enseñanza será discriminatoria y no democrática.
Todos los estudiantes tienen derecho, por su sola condición de serlo, a acceder a los centros de enseñanza superior sin sufrir la vejación de un examen selectivo. Los gobiernos olvidan que por ser estudiantes no dejan de ser personas merecedoras de un trato digno. Y no serán tan dignos como los nacionalistas, por ejemplo, hasta que una reforma o una lectura progresista de la Constitución les permita instruirse bajo un sistema de autogobierno de iguales en ignorancia.
LA RAZÓN. JUEVES 14 DE FEBRERO DE 2002