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Estamos tan habituados al tópico marxista de que las personas tienen las ideas que les presta su clase social o su profesión que, sin darnos cuenta, somos implacablemente críticos con los que desmienten esta regla. Lo mismo nos sucede con el otro tópico, de paternidad desconocida, que complementa al anterior: lo natural es que la juventud sea idealista y la madurez realista.

Cuando alguien infringe a la vez estos dos tópicos, como hace indefectiblemente Joaquín Navarro en todas sus publicaciones, entra sin remedio en la categoría de sospechoso. Siendo burgués y magistrado, sus idealistas y radicales ideas sobre la justicia tienen que obedecer a una motivación inconfesada, sea la roja colaboración con ETA, como la estupidez ha llegado a decir, o la envidia amarilla de las jerarquías estatales, como el carrerismo judicial supone. Si no fuera así, si estuviera simplemente diciendo la verdad con conocimiento de causa, todos tendríamos que sentirnos culpables de que la justicia del Poder sea el resultado de la falta de poder de la Justicia. Que es la tesis central de los razonamientos de Navarro sobre la justicia del poder, la que hay, y el poder de la justicia, el que no hay.

Su último libro, Tiempo de ceniza, la libertad acorralada, editado por FOCA, continuará alimentando la sospecha. Pues se trata de una obra repleta de idealismo juvenil y de radicalismo sentimental respecto de la justicia legal, en asuntos concretos de enorme interés público (terrorismo, cruzada contra el nacionalismo vasco, crímenes de opinión, encarcelamientos de entornos, actuaciones injustas del TC, CGPJ, Audiencia Nacional, Ministerio Fiscal, Garzón, menores penalizados como mayores, etc.). que el autor desmenuza y sintetiza con la alegría de su bello estilo literario, la severidad de su rigor jurídico y el humor de su cáustica ironía.

El indiscutible talento del autor se pone de manifiesto cuando crea expresiones lingüísticas de tanto calado intelectual como literario. Hablar de «fuerzas progresantes», en lugar de progresistas, supone un perfecto conocimiento y una adecuada calificación del sentido del movimiento que anima desde mayo de 1968 a los partidos de la izquierda convencional. La expresión «libertad acorralada», tan evocadora del corralito argentino, define no sólo el estrecho cerco que el poder pone a la libertad de los ciudadanos, sino el carácter chulesco de la que disfrutan los jefes de partidos como gallitos de su propio corral.

La libertad política está tan acorralada en España como las cuentas bancarias de los argentinos.

El error de los tópicos sociales que hacen sospechosas a las creencias individuales, no condicionadas por la edad, la clase o la profesión, proviene de que aplican al mundo de las ideas unas reglas generales que sólo tienen validez sociológica en el campo de los sentimientos. En realidad no hay ideas radicales. Pues si arrancan de alguna raíz, en alguna parte de la realidad social se habrán arraigado. El idealismo político, a diferencia del filosófico, no pertenece a la esfera intelectual. Cae de lleno en el ámbito exclusivo de los sentimientos, y no pude salir nunca del mundo de los valores morales y estéticos. Por eso hay tantas personas inteligentes que son auténticos imbéciles políticos. La explicación de este fenómeno universal ya la dio Schumpeter en 1942.

El Sr. Navarro no es radical por sus ideas, pero sí por sus sentimientos. Lo cual no impide que la coherencia entre su mundo intelectual y su posición política sea absoluta. Pues piensa siempre lo que siente. En alguien apasionado, esa forma de ser lo acerca con simpatía a las personas que sienten lo que piensan, pero lo distancia con antipatía de aquellos que no sienten la justicia y rechazan a los que no pueden vivir sin ella.

LA RAZÓN. LUNES 4 DE FEBRERO DE 2002

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