Claro
Oscuro
Las reacciones a la carta pastoral de los obispos vascos están impulsadas por la ceguera de las pasiones y la estupidez de las confusiones. Se equivoca el Gobierno al decir que se mete en terrenos que no corresponden a la Iglesia. ¿Acaso no afecta a la conciencia moral de los fieles el tema bien o mal tratado? Se equivoca la Conferencia Episcopal al calificarla de inoportuna. ¿Acaso no era éste el momento preciso o tal vez no debía plantearse un problema ético al Gobierno cuando se negocian con él intereses económicos? Se equivoca Batasuna al pedir a los empresarios que «se retraten» como los obispos. Éstos estaban obligados, aquéllos no.
Todas las personas individuales tienen derecho a expresar en público sus opiniones políticas, si les dan oportunidad para ello. Pues el voto no es una opinión sino una decisión. Pero esta regla constituyente de la libertad de expresión, cuyo origen y naturaleza no derivan de la democracia sino del liberalismo, es inaplicable a las personas colectivas o institucionales.
Como se sabe, las llamadas personas morales, en tanto que son puras ficciones jurídicas, no pueden votar ni delinquir. Lo tienen que hacer por personas físicas interpuestas. Debería bastar esta constatación para considerar fantasmagórica y pueril la ilegalización de Batasuna. Los obispos creen que el resultado será negativo. Me inclino a opinar lo mismo. La caza de fantasmas nunca ha limpiado de espíritus terroríficos las casas de los horrores.
Y, como debería saberse, las instituciones que desarrollan su vida pública más allá del mundo corporativo o profesional, como ocurre con los partidos, sindicatos, empresas editoras de medios informativos o la Iglesia, están obligadas a dar a conocer constantemente sus opiniones en materia política o moral.
Su derecho a opinar está fundado no tanto en la libertad de expresión, cual sucede a las personas mortales, sino en el deber institucional de hablar perennemente de lo público.
En las personas colectivas, la transformación institucional del viejo derecho liberal de opinar, en el moderno deber democrático de orientar a votantes y fieles, respecto de todas las cuestiones referentes a sus intereses o sus conciencias, no está reflejado en los textos legales ni en la jurisprudencia sobre derechos fundamentales de la persona. Pero no por eso deja de ser un principio general, implícito en el imperativo legal del deber de informar, a la vez que un hecho cotidiano en las sociedades abiertas y modernas.
La involucración del terrorismo en las expresiones pacíficas del nacionalismo vasco hace imposible que la visión de las acciones de ETA sea la misma en mentes separatistas, independentistas, co-soberanistas, autonomistas o españolistas. En tanto que meras opiniones, todas merecen el mismo respeto.
Los obispos vascos, contagiados del nacionalismo oficial de sus principales parroquianos, condenan el terrorismo desde el punto de vista de una Iglesia nacionalista emergente, es decir, desde aquella perspectiva renacentista donde el crimen se sostenía con el puñal en una mano y se renovaba con la bula e indulgencia de salvación en la otra. Mientras que la Conferencia Episcopal lo hace desde una óptica contrarreformista: confesión, arrepentimiento y perdón.
La coherencia en la defensa de la libertad de expresión obliga a denunciar la hipocresía de los que dicen de boquilla estar dispuestos a dar su vida para que los enemigos de la libertad puedan opinar libremente, y a las primeras de cambio arremeten contra esos ingenuos obispos, que toman en serio las vanas palabras de la pseudodemocracia del Estado de partidos, negándoles no ya su derecho común de expresión, sino incluso el deber de comunicar a sus diocesanos la opinión que les merece la Ley de Partidos.
LA RAZÓN. LUNES 3 DE JUNIO DE 2002