Claro

Oscuro

Más de la mitad de mi biblioteca está ocupada por libros franceses. Durante el franquismo sólo leía «Le Monde». Mi segunda residencia era París. Pero mi visión de los fenómenos producidos por la ambición de poder está tan alejada de la cultura política francesa como de la española. Ninguna de ellas ha forjado mi pensamiento ni mi acción política por la democracia representativa.

La historia moderna de Francia me ha narrado el grandioso fracaso de la cultura en la determinación de la «fórmula política». La de España, el arrollador triunfo de la ignorancia.

En la frustrada Revolución francesa aprendí a leer el sentido real de los acontecimientos. El siglo XIX francés me enseñó el absurdo contrasentido de los imperios republicanos, las restauraciones monárquicas y las utopías anarquistas o socialistas. Dreyfus y los dos «défaitismes» del XX me ilustraron sobre la miseria del parlamentarismo como forma de gobierno. Mayo del 68 patentizó la obligación de los partidos de izquierda de traicionar, por supervivencia, a los ideales que profesan. La comedia es género francés por excelencia.

En Francia nunca prosperó la libertad ni la democracia. Aquélla fue una conquista inglesa y ésta un producto institucional que encontraron, sin buscarlo, los fundadores del federalismo en EEUU. Admiré a De Gaulle, primeramente porque él sólo dio a Francia el valor de la resistencia, y luego porque buscó la separación de poderes, aunque su idea de la necesidad de un poder arbitral por encima de la mêlé, tomada de Benjamín Constant, lo metió en la contradicción de la semidemocrática V República.

Con estos antecedentes, nadie podrá pensar que deseo humillar a Francia si afirmo que la escasa ascensión de Le Pen constituye un hecho normal, típicamente francés, tan repetido en la vacilante historia de ese país (Boulanger, Déroulède, Vichy, Poujade) como las subidas y bajadas de las mareas liberales o socialistas. Lo que ahora pasa no es que suba el fascismo, sino que baja el socialismo convencional y desaparece el comunismo parlamentario.

Lo vergonzoso para Francia no está en Le Pen, una reacción ante peligros inexistentes, sino en la egoísta mezquindad de los partidos de gobierno que lo han creado. Lo vergonzoso es que Mitterrand cambiara la ley electoral para dar cancha a la extrema derecha, a fin de perpetuar en el poder al partido socialista. Lo vergonzoso es que Mitterrand decretara una amnistía para los delitos de corrupción política. Lo vergonzoso es que los medios de comunicación controlados por socialistas hicieran la cama de Le Pen. Lo vergonzoso es que toda la izquierda pida ahora votar a un derechista sospechoso de corrupción, cuando no hay la menor posibilidad de que gane Le Pen en la segunda vuelta. Eso es indecente.

En todo país europeo, el cuerpo gobernado se divide en tres tercios. En mis libros he precisado los fundamentos sociales y psicológicos de esta teoría. Un tercio activo, apoya y vive del Régimen, sea el que sea. Un tercio pasivo, lo soporta y lo vota, si no tiene la oportunidad de mostrar su preferencia por otro. Y un tercio reactivo, se opone mediante la abstención. Las masas integradas en cada uno cambian según sea dictatorial o liberal la naturaleza del Régimen, pero la división en tres tercios permanece. No hay experiencia de lo que pasaría en una democracia. Cuando el sistema oligárquico de partidos divide a la derecha y a la izquierda, sucede lo que ahora en Francia. La inteligencia y la decencia se refugian en el tercio de la abstención.

El oportunismo y el convencionalismo se unen en el tercio que sostiene a los dos partidos de gobierno. Y los ideales de autoridad en un orden tradicional perdido o en un nuevo orden de justicia soñada votan a la extrema derecha o a la extrema izquierda.

LA RAZÓN. JUEVES 25 DE ABRIL DE 2002

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