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ANTECEDENTES

Don Martín de Aragón, el Humano, falleció el 31 de mayo de 1410 sin dejar determinado un heredero, a pesar de haber contraído matrimonio en septiembre del año anterior con Doña Margarita de Prades. El rey nunca quiso adoptar acuerdo alguno en lo relativo a la sucesión. Las Cortes, reunidas en Barcelona, enviaron, hallándose moribundo el monarca, una comisión para rogarle que designara sucesor, pero todo fue en vano ya que Don Martín se mantuvo en la más absoluta reserva. La Condesa de Urgel, Doña Margarita, cuya ambición supuso una de las mayores discordias que siguieron a la muerte del rey, le instó también, encarecidamente, con la esperanza de que el designado fuera su hijo. La Condesa llegó a exasperarse, tal y como cuenta el cronista Mofar, hasta el extremo de asir al rey por la ropa del pecho y, ante el silencio del monarca, gritarle que la corona era de su hijo y que él se la quería quitar. Guillén de Moncada y Ferrer de Gualbes, que presenciaron el hecho, vieron en aquello un desacato, y exhortaron a la condesa a que tratara al rey con más consideración. Pero nada se consiguió, pues Don Martín, que estaba como aletargado, sólo llegó a responder que se diera la corona al que tuviera mejor derecho.

PRETENDIENTES

Muchos eran los pretendientes. En primer lugar figuraba el conde de Urgel, Don Jaime, que alegaba además de sus derechos, los de su esposa, Doña Isabel. El conde era hijo de Don Pedro de Urgel, que lo fue del infante Don Jaime, hijo de Don Alfonso el Benigno. Doña Isabel era hija de Don Pedro el Ceremonioso y de su cuarta mujer, Isabel de Sforcia y, por lo tanto, hermana del rey Don Martín, que acababa de morir. Otro candidato era Don Alfonso, duque de Gandía, hijo de Don Pedro de Ribagorza, que lo fue de Don Jaime el Justo, así pues, nieto por línea directa de varón de otro monarca aragonés. En tercer lugar, figuraba Don Luis, Duque de Calabria, hijo de Doña Violante de Anjou, hija de Don Juan “el Amador de toda gentileza”, y nieto así de otro rey, esta vez por línea femenina. El cuarto pretendiente era Don Fernando, infante de Castilla, hijo de Doña Leonor, casada con Don Juan de Castilla e hija de Don Pedro el Ceremonioso y de su tercera esposa, Doña Leonor de Sicilia. Don Fernando representaba la segunda línea femenina y era también nieto de un monarca aragonés. Los otros dos pretendientes eran Don Fabrique, conde de Luna, hijo bastardo de Don Martín el Joven, y nieto, por lo tanto de Don Martín el Humano, y Don Juan, conde de Prades, hermano del primer Alfonso duque de Gandía.

COMISIONADOS

Seis eran los pretendientes, seis nietos de reyes. La clase dirigente catalana, leal a la Corona de Aragón, supo dar con la única fórmula capaz de salvar al reino de una terrible guerra civil. Para ello, convocó Cortes en Montblanch, aunque luego las trasladaron a Barcelona (30 de septiembre de 1410). Esta asamblea se encargó temporalmente de la dirección de los negocios públicos, recibió a las embajadas de los pretendientes y logró apaciguar impaciencias y ambiciones que parecían próximas a estallar. Seguidamente, los diputados catalanes enviaron mensajeros a Valencia y a Aragón, que rápidamente constituyeron sus cortes. Las cortes catalanas, aragonesas y valencianas acordaron entonces el nombramiento de tres compromisarios por cada una de ellas. Cataluña eligió a Don Pedro de Zagarriga, arzobispo de Tarragona, y a los doctores Guillén de Vallseca y Bernardo de Gualbes. Aragón optó por Don Domingo de Ran, obispo de Huesca, Fray Francisco de Aranda, donado de la Cartuja de Portaceli, y el letrado Berenguer de Bardají. Valencia, nombró compromisarios a Fray Bonifacio Ferrer, prior general de la Cartuja, a su hermano Fray Vicente Ferrer y al Doctor Ginés Rabasa que, por incapacidad posterior, fue sustituido por el Doctor Pedro Beltrán.

DELIBERACIÓN

Se reunieron los comisionados en la Villa de Caspe el 18 de abril de 1412, donde permanecieron hasta la publicación del fallo, el 28 de junio del mismo año. Durante ese tiempo, se dedicaron a examinar los títulos de los diversos pretendientes y a escuchar a los letrados encargados de sostener los derechos de cada uno de ellos. Terminadas las audiencias, se retiraron los compromisarios para deliberar. Se había convenido que sería elegido el candidato que obtuviese seis votos, siempre que en ellos estuvieran representados Cataluña, Aragón y Valencia. Éstos recayeron en el Infante Don Fernando. El arzobispo de Tarragona declaró que tenían mejor derecho el Conde de Urgel y el Duque de Gandía. El Doctor Vallseca votó al Conde de Urgel. Beltrán no votó, ya que, según dijo, no había tenido tiempo de apreciar en conciencia los derechos de los pretendientes. Fray Vicente Ferrer fue el primer votante y su ejemplo pudo influir no poco en la conducta observada por los demás, muchos de los cuales permanecían indecisos. Cada uno de los electores firmó y selló su voto, levantándose un acta por triplicado cuyas copias se entregaron al arzobispo de Tarragona, al obispo de Huesca y a Don Bonifacio Ferrer. Con grandísima solemnidad se proclamó el fallo del Tribunal, siendo Fray Vicente Ferrer quien leyó la sentencia.

COMENTARIO

Muchos historiadores, para quienes la posición destacada del Conde de Urgel era indudable, atribuyeron el fallo algo inesperado del tribunal a la intervención del astuto fraile valenciano, quien parece que sirvió en este caso de instrumento al Papa Luna, que tenía cierto interés en que un príncipe castellano subiera al trono de Aragón para atraer a su causa al Reino de Castilla. Tal fue el famoso Parlamento de Caspe, un hecho determinante para la creación de la Nación Española. El elegido rey, Don Fernando I, sería el abuelo de Fernando el Católico, que se casaría con Isabel de Castilla y acabarían reinando juntos y provocando la unidad política de una Nación cuya semilla sembró el Compromiso de Caspe. Quién le iba a decir al Papa Luna que por defender su papado iba a participar en la creación de una Nación tan trascendental para el mundo como lo sería España.

Bibliografía: texto tomado, con algunas modificaciones, del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano. Montaner y Simón, editores. Año de 1888.

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