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La Segunda República Española fue grosso modo una república parlamentaria, cuyo sistema electoral era uno proporcional de listas parcialmente abiertas (un sistema paradójicamente menos cerrado que el actual español, el de nuestro régimen partidocrático neofranquista). No existía, pues, una democracia formal caracterizada por la separación de poderes y la representación política basada en el sistema electoral mayoritario de distrito uninominal a doble vuelta (precisamente aquél al que puso fin la República de Weimar, abriendo la puerta a la utilización por parte del nazifascismo del sistema proporcional para sus propósito de utilizar las votaciones como medio de integración de las masas en el Estado).

No tenía, pues, que ver con una República Constitucional presidencialista, en la que el Jefe del Estado tendría poderes realmente ejecutivos, y existirían mecanismos para resolver los conflictos que se crearan con el poder legistativo de la Cámara de Diputados, elegidos ambos poderes en elecciones separadas. Por su parte, el llamado poder judicial -poder presque nul según Montesquieu-, mantendría su independencia al ser elegidos sus miembros por los concernidos en su desempeño (los funcionarios de justicia).

En la Segunda República española el Presidente era elegido por las Cámaras, y carecía realmente de independencia de los partidos, y de poderes ejecutivos propios. Tal debilidad del sistema se manifestó en la incapacidad del gobierno, sometido a los intereses de los partidos y otras organizaciones, para controlar a las fuerzas reaccionarias, a las revolucionarias y a las separatistas, desembocando en el desastre que todos conocemos.

Puede, decirse, en fin que los actuales nostálgicos de dicha República con sus banderitas tricolores -a parte de ser, en el fondo, no más que unos monárquicos de facto por su acomodación a la actual Monarquía de partidos- ignoran que la historia no puede repetirse, ni siquiera bajo la forma de caricatura, y que la única manera de recuperar esta forma de gobierno es la instauración de una República Constitucional como la explicada arriba, tras un verdadero proceso constituyente, que no sea el producto de un tejemaneje secreto entre los jerarcas del franquismo y los nuevos mandarines de la falsa oposición, como la Carta Otorgada de 1978.

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