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El presente artículo se propone definir la expresión “corrupción sistemática” a la luz de las conclusiones aportadas por el trabajo del profesor Wallis, con la intención de ponerla en relación con el actual sistema de partidos que gobierna España.

El profesor John Joseph Wallis, es titular del Departamento de Economía de la Universidad de Mariland, y es investigador asociado del The National Bureau of Economic Research. En su práctica docente da clases sobre historia de la economía americana.

Su trabajo, el cual da pie al presente artículo, pertenece a una serie de documentos publicados por el National Bureau of Economic Research. Esta es una institución estadounidense, fundada en 1920 y dedicada al estudio de la economía. Actualmente cuenta con más de 1.400 profesores de economía y empresa, teniendo a lo largo de su historia entre sus miembros a veintiséis premios Nobel de economía y trece asesores en el Consejo de Economía de distintos Presidentes de los Estados Unidos.

El tema central del trabajo del profesor Wallis, la corrupción sistemática, es una patología que afecta al fundamento constitutivo de todo sistema de gobierno que no sea democrático.

Como es notorio, en España la corrupción es una realidad que ocupa casi a diario la atención de la opinión pública y a la que se destinan enormes recursos públicos para su persecución, implicando en esa labor a las Fuerzas de Seguridad, la Fiscalía y a los Tribunales de Justicia. También se ocupan de ella los partidos políticos y los medios de comunicación. Todos ellos se ponen de acuerdo en una cosa, la corrupción es algo inherente al hombre, y por lo tanto su existencia es inevitable.

La intención de este artículo es desmentir esta falacia, la cual permite que el cinismo cale hasta lo más profundo de nuestras instituciones.

Sin conocer el origen de este fenómeno degenerativo, la sociedad civil, sujeto paciente de este mal, seguirá rindiendo homenaje a su enemigo por naturaleza. Los que seguimos el pensamiento de don Antonio García-Trevijano, sabemos que la corrupción es un factor de gobierno, es un elemento de control necesario para la partidocracia, y por lo tanto no es la consecuencia de un vicio moral de uno o muchos individuos, en sentido estricto, corrupción venal; por el contrario, es la consecuencia de un vicio de la estructura política creada con la llamada Constitución española, es decir, se trata de una corrupción sistemática.

El siguiente artículo tratará de extraer los aspectos más ilustrativos del trabajo del profesor Wallis, quien describe la naturaleza de este tipo de corrupción apoyándose en la historia de los Estados Unidos.

 

Introducción

 

La palabra corrupción en el debate político ha tenido dos significados distintos a lo largo de la historia de los Estados Unidos. En una primera etapa, desde su independencia hasta mediados del siglo XIX, la palabra corrupción se refería a la corrupción sistemática, lo cual suponía que los actores políticos manipulaban el sistema económico para generar unos beneficios a favor de aquellas corporaciones o personas que a su vez le garantizaban el control del gobierno mediante su correspondiente apoyo institucional o económico. Es decir que la política corrompía a la economía.

A partir del año 1850, ante la falta de medidas legislativas adoptadas por el Gobierno nacional en la búsqueda del necesario crecimiento económico por los motivos que más adelante quedarán explicados, cada estado acometió en sus constituciones una serie de reformas dirigidas a eliminar las barreras legales de entrada en los distintos sectores económicos y a impedir un endeudamiento público descontrolado, permitiendo un sólido desarrollo económico y provocando un cambio de conciencia social y política en la percepción de la corrupción, de tal modo que en los Estados Unidos, a partir de 1890 el término corrupción hacía ya referencia a la corrupción venal, esto es, a la tendencia de los agentes económicos a corromper a los políticos.

Pero para entender la razón de este proceso, será necesario remitirse a los siglos XVII y XVIII, cuando un grupo de pensadores ingleses conocidos como “Commonwealthmen”, “Real Wkigs” o “True Whigs”  veían la amenaza de la corrupción sistemática a través de las lecturas de los clásicos como Aristóteles, Polibio y Machiavello. Estos pensadores se comprometieron con una posición pública, la de enfrentarse al poder establecido, y comenzar una lucha intelectual que les llevará a denunciar tres amenazas inherentes a la corrupción sistemática: la primera, que este tipo de corrupción amenaza a los derechos y libertades de los ciudadanos, dirigiéndolos directamente a la tiranía y a la esclavitud. La segunda amenaza se identificó con precisión a finales del siglo XVII, en esta época la corrupción ya sería vista en términos constitucionales y en consecuencia, las soluciones para ese mal pasaban por el correcto diseño de la constitución. Y por último, como tercera amenaza, se denunció el mecanismo por el cual los grupos políticos ejercían su influencia corruptora sobre la economía. Desde el año 1700 en adelante, estos pensadores entendieron que con la Revolución financiera la manipulación política de los intereses económicos participaba en la creciente deuda del Gobierno, en la gestión financiera de la deuda, y en los contratos privados de suministro al Ejército y a la Armada. Todo ésto fue alimentando las sospechas de corrupción sobre el gobierno británico del siglo XVIII (Inglaterra, Escocia, Irlanda y América).

Los anteriores factores degenerativos propios de la corrupción sistemática llevó a sus mejores y más ilustrados pensadores a buscar con obsesiva preocupación el modo de prevenir la corrupción. Sin antecedentes históricos que les permitiera alumbrar su propio camino, trabajaron sobre una idea, conseguir el equilibrio político.

Pero esa idea de equilibrio político, plasmado en un texto constitucional, exigía a aquellos filósofos definir con precisión en qué consistía ese equilibrio, o lo que es lo mismo, definir qué conducta atentaba contra él y propendía a la corrupción. Esta preocupación dio lugar a dos importantes avances teóricos:

El primero, trabajaron en la necesidad de enunciar el concepto de corrupción sistemática, pues era una parte fundamental para poder evolucionar en el desarrollo de una futura constitución impresa en un documento escrito. Para ello, había que imbuir a la sociedad de la idea de que ella debía ser gobernada por leyes y no por hombres, lo que a su vez exigía que la sociedad en general estuviera de acuerdo en la forma de reconocer cuándo una sociedad estaba corrompida.

El segundo avance se refería a la expresión “constitución equilibrada”, pues era una elaboración teórica que venía a indicar que cualquier acción política alejada de ese equilibrio, dirigiría inexorablemente a la tiranía de uno, de unos pocos o de una mayoría, y por lo tanto, el término corrupción sistemática no hacía referencia a una corrupción moral, no tenía nada que ver con las personas, sino que se refería a cualquier cambio que desestabilizara el orden político constitucional.

 

Un momento determinante en la historia constitucional de Inglaterra

 

El 21 de junio de 1642, dos consejeros de Carlos I de Inglaterra, convencieron al Rey de que autorizara un documento conocido como “Respuesta de Su Majestad a las Diecinueve Propuestas de Ambas Casas del Parlamento”, en el que el Rey declaraba que Inglaterra era un gobierno mixto y no una monarquía condescendiente. Este documento llegó rápidamente a ser parte del canon constitucional inglés, cimentando la constitucionalidad de la monarquía.

Pero, aun siendo admitido por el monarca que Inglaterra era un gobierno mixto, la “Respuesta de Su Majestad” no expresaba su significado. Durante el interregno (1649-1660) James Harrington ayudó con sus escritos a definir su significado, viendo el gobierno equilibrado (o mixto) como un camino para ofrecer estabilidad política y evitar las interminables luchas de un solo individuo, de unos pocos, o de muchos por el control del gobierno, acabando también así con la tiranía que seguía a todo aquello. Su aportación principal partía del entendimiento de que en una sociedad el poder militar se  configuraba en función de la distribución de la propiedad de la tierra, lo que le llevó a señalar que un sistema constitucional que diera más poder político a un elemento de la sociedad, ya sea el rey, la aristocracia o el pueblo llano, que no tuviera a su vez la parte más relevante de la tierra poseída, comportaría necesariamente un sistema de gobierno inestable.

Entre los años 1660 y 1688 los “Real Whigs” sentaron un criterio de oposición a la intervención del poder ejecutivo sobre el legislativo, el principio básico de que un gobierno equilibrado requería un rey, unos lores y unos comunes independientes. Por ello, la creación de un ejército profesional fue el punto de partida de su crítica al Gobierno Estuardo, argumentando que ese ejército amenazaría la independencia del Parlamento mediante la incorporación a la Casa de los Comunes de soldados profesionales y otros cargos públicos cuyas carreras y sustento dependería de la buena voluntad y favoritismo del ejecutivo.

Con la Revolución Gloriosa de 1688, el Rey Guillermo y el Parlamento llevaron a cabo cambios institucionales en la administración fiscal. Se creó el Banco de Inglaterra, se profesionalizó la recaudación y administración de impuestos y se desarrollaron nuevos métodos para financiar la creciente deuda nacional. Entre el año 1700 y el 1800, el gasto del gobierno creció desde un cinco por ciento de los ingresos totales a un 20 por ciento. Sería con la Revolución financiera, a principios del siglo XVIII, cuando la corrupción sistemática evidenciaría su forma de instrumentalizar la economía.

Como resultado de estos acontecimientos, los “Real Whigs” dirigían sus denuncias a los mecanismos utilizados por la Corona para ejercer su influencia en el Parlamento, subvirtiendo así su independencia. Uno de ellos, Bolingbroke, llegaría a decir: “… Destruir la libertad británica con un ejército de británicos, no es una medida tan segura de lograr como algunas personas pueden creer. Corromper el Parlamento es más lento, pero puede resultar un método más efectivo; y dos o tres centenares de mercenarios en las dos Casas, si ellos pudieran ser incluidos allí, serían mucho más perjudiciales para la constitución que diez veces tantos miles en rojo y en azul fuera de ellas. Los parlamentos son los verdaderos guardianes de la libertad. Para esto principalmente fueron ellos creados; y este es el principal objeto de esa gran y noble confianza, que el cuerpo colectivo del pueblo británico descansa sobre el representante. Pero entonces, ninguna esclavitud puede ser traída y puesta tan eficazmente sobre nosotros como la esclavitud parlamentaria. A través de la corrupción del Parlamento, y la total influencia de un Rey o sus ministros, sobre las dos Casas, nosotros volvemos a ese estado, y somos realmente gobernados por el arbitrario régimen de un solo hombre.”.

El profesor Wallis señala que en tiempos de la Revolución americana, cerca de la mitad de la Casa de los Comunes eran puestos debidos al monarca, pensionistas o distritos electorales representados bajo el control del Rey y sus ministros. La creciente deuda pública creó acreedores con un interés directo en las finanzas del gobierno, muchos de ellos, miembros del Parlamento, y los grandes beneficios que generaba el mercado de la deuda pública iba a unas pocas casas financieras, bancos y compañías de comercialización autorizadas, todas ellas relacionadas con el ejecutivo y el Parlamento.

Frente a esta situación, los “Real Whigs” continuaron denunciando la relación del gobierno con la economía, si bien lo hacían desde su condición de pensadores políticos y no como organización política, ya que recelaban de los partidos políticos. El propio Adam Smith atacó el hecho de que el sistema de gobierno concediera privilegios mercantiles. A mediados del siglo XVIII sus denuncias insistían en los vicios del clientelismo político alimentado desde el ejecutivo, sin embargo, el pueblo británico en ese momento de su historia se mostró más inclinado a enorgullecerse de la influencia mundial que ejercía su Nación que a preocuparse de los vicios políticos de su gobierno. A fin de cuentas, en términos comparativos, su sistema político parecía superar a los del resto de las naciones europeas.

 

Los caminos británicos y americanos se separan

 

   “Señor, hemos hecho todo lo que podíamos hacer para evitar la tormenta que viene en estos momentos hacia nosotros. Hemos solicitado, hemos protestado, hemos suplicado, nos hemos postrado ante el trono, y hemos implorado su interposición para detener las tiránicas manos del ministerio y el Parlamento.

    La batalla, señor, no es solo para el fuerte, es para el vigilante, para el enérgico, para el bravo.

    Además, señor, no tenemos elección. Aun si lo deseáramos suficientemente, es demasiado tarde para retirarnos de la contienda. ¡Ya no hay retirada si no es para caer en la sumisión y en la esclavitud!, nuestras cadenas están forjadas. ¡Su ruido puede ser oído en las llanuras de Boston!. La guerra es inevitable—¡dejémosla llegar!”. Patrick Henry, Discurso a la Convención Provincial de Virginia, del 23 de marzo de 1.775.

En el último cuarto del siglo XVIII, en Europa, los reyes y sus ministros, generaban rentas económicas a través de controlar los mercados, cuyo acceso se conseguía únicamente por aquellos agentes que posteriormente les permitirían comprar la influencia política necesaria. Era sabido que tras la Revolución financiera inglesa, la capacidad para vincular los intereses de los grupos financieros a los del gobierno británico a través del soporte de la deuda nacional, permitieron a la Corona ejercer su influencia y minar la independencia del Parlamento.

A la luz de lo anteriormente expuesto, se puede afirmar que la Revolución americana tiene su origen en la percepción de la corrupción inglesa, cuyo gobierno imponía a las trece colonias cada vez más impuestos sin concederles representación en el Parlamento.

En su raíz, la Revolución fue impulsada por el temor a no ser libres, temor nacido de la convicción de que una monarquía en una constitución desequilibrada conduciría inexorablemente a la tiranía, sin importar las mejores intenciones que pudiera tener el monarca. Como gráficamente lo expresó uno de los Padres fundadores, Patrick Henry, “nuestras cadenas están forjadas. ¡Su ruido puede ser oído en las llanuras de Boston!”.

Los “Real Whigs” se llevaron a América la antigua constitución inglesa con ellos, pero dejaron allí al rey y a la aristocracia, dos de los factores críticos del equilibrio constitucional. También cuidaron de tener presente el imperativo harringtoniano, introduciendo los elementos de poder en el gobierno en proporción a la distribución de la propiedad de las tierras en la población. Pero este principio político los enfrentó a un problema sin antecedentes históricos. El modo de distribución de la propiedad de esas tierras no equivalía a la proporción del prestigio social del propietario ni a ningún otro talento propio de una elite cultural. Entonces, ¿cómo diseñar un sistema político para llegar a los más aptos para la política?; ¿quién tendría derecho a votar, a crear un negocio, o a formar un partido político?.

Todo el camino estaba por hacer, pero una vez consumada la independencia de los Estados Unidos de América, será el programa económico de Alexander Hamilton para la nueva república el que desencadenará la primera batalla en su seno político. Conscientes de que toda medida económica de la Nación tenía una íntima relación con su equilibrio político, aquellos que más temían a la corrupción sistemática crearon un partido político urgidos por la evidencia de que las mismas causas producen los mismos efectos, y por lo tanto, lograr el equilibrio de poderes era vital.

Aparecieron dos bandos, por un lado los Federalistas, dirigidos por John Adams y Alexander Hamilton, quienes ensalzaban la constitución británica, y alertaban de una democracia que fuera demasiado lejos. Por otro lado, estaba lo que llegaría a ser el bando Republicano, a cuyo frente estaban Jefferson y Madison, apoyados por Thomas Paine and Phillip Freneau, quienes acusaban a los Federalistas de ser monárquicos y a Hamilton de aspirar a ser Primer Ministro. La dureza del enfrentamiento entre los dos bandos tenía una misma razón de ser, la corrupción sistemática, idea que estaría en el centro del debate político durante los próximos cincuenta años, si bien se abordó desde tres aspectos distintos.

El primero, referido al peligro que planteaba tanto para Madison como para Hamilton la posibilidad de que se llegara a un gobierno tiránico de la mayoría dirigido por un demagogo. Temían que el sistema de gobierno construido con la Constitución estadounidense fuera pervertido con el control simultáneo de todas las instituciones políticas destinadas a su control y equilibrio.

El segundo de los aspectos que tuvo que ser examinado y confrontado con la lucha contra la corrupción sistemática sería la creación de los partidos políticos, ya que la cultura política heredada de los “Real Whigs”, planteaba el rechazo a la creación de un partido para luchar de un modo organizado por el control del gobierno, pues a su entender, ésto constituía en sí mismo corrupción. No obstante, este escrúpulo político tuvo que ser superado por los Republicanos, convencidos de que aun organizándose en partidos políticos, ellos permanecían en el lado de los ángeles en un debate sobre un gobierno monárquico o gobierno republicano, o lo que era lo mismo, un gobierno de métodos corruptos o un gobierno de métodos puros.

El tercer aspecto, y el de mayor complejidad práctica, fue diseñar una legislación que no estuviera afectada por la corrupción sistemática y a su vez pudiera promover el crecimiento económico de la Nación. En este sentido, se debe tener presente que los Republicanos basaron su discurso político sobre los fundamentos del pensamiento tradicional Whig, lo que les dio una ventaja moral sobre los Federalistas, y cuyo enfrentamiento político con éstos se centraba exclusivamente entorno al peligro de la corrupción política, por lo que la crítica al plan de Hamilton no residía en su eficacia económica, sino sobre el ineludible deslizamiento del ejecutivo hacia un gobierno tiránico.

Pero entonces, ¿qué modelo propondrían los Republicanos para conseguir el necesario crecimiento económico frente al propuesto por los Federalistas?.

A finales del siglo XVIII el único modelo económico conocido en la práctica de los gobiernos británicos y los otros gobiernos de su entorno, consistía en la creación de entidades a las que se les concedían privilegiadamente unas autorizaciones para operar en un mercado cerrado por el propio gobierno, a cambio de que aquellos prestaran los servicios que se les pedía. Estos privilegios generaban beneficios a estas corporaciones porque participaban en un mercado con la entrada de la competencia limitada, estableciéndose así el tan denostado círculo de intereses entre la política y la economía. Lógicamente, los Republicanos descartaron esta opción.

Conocedores de esto, y a pesar de que tanto Jefferson como Madison eran conscientes de la necesidad de crear una infraestructura financiera y de transporte para impulsar el desarrollo económico de los agricultores del oeste, su decisión política fue no hacer nada, ya que carecían de un modelo económico alternativo. El profesor Wallis afirma en su trabajo que durante los primeros cuarenta años de la historia de los Estados Unidos, ninguna solución fue propuesta para resolver estas contradicciones, situación que este autor refiere como “la paradoja de la corrupción y los partidos políticos”.

En la primera etapa de este período, la agenda política estaba controlada por los Republicanos, cuyos fundamentos, unido a divisiones internas geográficas, provocaron una inactividad legislativa del gobierno federal.

En los años 20 y 30 hubo un resurgimiento de los partidos nacionales. Demócratas y Whigs enfrentados, centrarían el debate sobre cuestiones económicas y, principalmente, sobre la corrupción sistemática, pero una vez más el gobierno nacional no pudo ofrecer una dirección política para sacar de esa paradoja a la Nación, lo que provocó que fueran los propios gobiernos estatales quienes finalmente encontrarían el modo de lograr el necesario crecimiento económico, no sin antes cometer el error de repetir el modelo económico rechazado por Madison y Jefferson.

El origen de este proceso está en la última década del siglo XVIII, cuando los estados comenzaron a conceder licencias bancarias y a reconocer confesiones religiosas junto a todo tipo de corporaciones. Ya en la segunda década del siglo XIX, estos estados construyeron canales, crearon las primeras compañías ferroviarias, y concedían créditos e invertían sus propios fondos en compañías privadas. En los años treinta, había más de seiscientos bancos estatales

En términos comparativos, entre 1790 y 1860, los gobiernos estatales y locales gastaron 450 millones de dólares en la financiación de cientos de proyectos exitosos y también en cientos de proyectos ruinosos. En ese mismo período, el gobierno federal gastó 54 millones de dólares. En 1841, la deuda agregada de los estados ascendía a 198 millones de dólares, una deuda mayor que la asumida por la deuda nacional de aquellos años.

Pero todas estas corporaciones creadas por los estados siguieron el patrón temido, se constituían mediante concesiones con privilegios especiales que requerían un decreto de las asambleas legislativas. Sobre aquellos títulos de constitución corporativa planeaba siempre la sombre de la corrupción, generando un fuerte sentimiento político contra ellas, si bien, paralelamente eran vistas como el único medio para el crecimiento económico del estado.

Todo esto tendría un coste. En Nueva York, por ejemplo, la llamada “Albany Regency” (1822-1838), dirigida por Martin Van Buren, utilizó las licencias bancarias para dominar la política de este estado. La Regencia únicamente otorgaba estas licencias a sus aliados políticos, y a cambio, estos banqueros proporcionaban apoyo financiero a la Regencia, lo que le permitía mantener el control político del gobierno. Sería un caso clásico de corrupción sistemática.

Cuando todo el auge de la mejora interna de las infraestructuras colapsó después de 1839, los estados se vieron obligados a revisar cuidadosamente la política que les había dirigido a emitir doscientos millones de dólares en bonos estatales. Se dieron cuenta de que el crecimiento económico acaecido, en realidad había beneficiado a unos pocos en detrimento de la mayoría y simultáneamente socavaba la integridad de sus instituciones políticas. Comprendieron que si los gobiernos iban a vender concesiones en regímenes de monopolios y a conceder licencias para operar en un mercado cerrado, entonces inevitablemente cada concesión y cada licencia requería una previa negociación, un acuerdo y un precio, lo que conduciría ineludiblemente a que sus políticos, incluso los mejor intencionados, cometieran graves errores, morales y políticos, en beneficio de intereses espurios.

De este modo se vieron forzados a resolver la paradoja de la corrupción y la promoción del desarrollo económico. Y la solución fue simple, primero crearon una  regulación que permitiera a todo aquel que lo quisiera tener su propia concesión con la única condición de cumplir con los requisitos generales, de este modo eliminaron la presión existente sobre los miembros de las asambleas legislativas para crear mediante leyes especiales compañías en un mercado de régimen privilegiado. En segundo lugar, los estados aprobaron nuevas normas constitucionales que establecían la obligación de someter a referéndum cualquier nuevo endeudamiento del estado, exigiendo que a su vez se acordara un incremento de los impuestos por la misma cantidad a adeudar antes de que se emitieran los bonos. Y tercero, la mayoría de los estados prohibieron inversiones de gobiernos locales o estatales en corporaciones privadas.

Todas estas reformas buscaban reducir la manipulación política del sistema económico, pero no lo hicieron mediante su tipificación penal o declarándolas inconstitucionales; las combatieron reduciendo la rentabilidad de las maquinaciones políticas. Los incentivos a la entrada ilimitada de los mercados, la libre competencia y  la creación de mercados competitivos fueron las consignas políticas que los estados americanos siguieron entre los años de 1830 y 1850. No fueron soluciones a un problema económico sino a un problema político, América creó las instituciones políticas necesarias para acabar con la corrupción sistemática, lo que se pondría de manifiesto en la llamada Era progresista, cuando la palabra corrupción ya no sugería corrupción sistemática, sino corrupción venal, para entonces la atención del debate político estadounidense recaía sobre cómo defender a sus instituciones políticas de la corrupción  procedente de los agentes económicos.

 

Conclusión

 

La conclusión a la que llega el profesor Wallis en su trabajo, es que ninguna sociedad  con un sistema político afectado por la corrupción sistemática tiene controlado a su gobierno. En consecuencia, el sistema económico está siempre en riesgo, el acceso a los mercados es limitado, la competencia está sujeta a decisiones ajenas al mercado y la política económica está diseñada por políticos preocupados de mantener el control del gobierno para sí mismos. El capitalismo clientelista o de amigos no es solo una manifestación de la corrupción venal, es un síntoma de la corrupción sistemática. Los países en desarrollo no tienen mercados que funcionen adecuadamente porque al tratarse de mercados impersonales, el acceso y la libre competencia necesaria en ellos es impedida por decisiones que favorecen al sistema político en el poder.

A la vista de estas conclusiones, se pregunta el profesor Wallis: ¿qué lección puede enseñar los Estados Unidos sobre la corrupción?, la lección fundamental es cómo construir un gobierno que para mantener su existencia no dependa de la manipulación de la economía.

 

 

*El autor, don Emilio Triviño, ha publicado un artículo breve relacionado con la temática de este ensayo: La corrupción sistemática es un vicio estructural.

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