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Parafraseando a Carl Schmitt en su célebre tratado Teoría de la Constitución y a propósito del aniversario del plebiscito que aprobó la Constitución Española de 1978, haríamos bien en señalar que España carece de Constitución formal y que, por el contrario, el texto legal que delinea nuestra vida política es un compendio legal-constitucional basado en el positivismo más recalcitrante. En materia constitucional, el positivismo no es otra cosa que relativismo fundamentado en la mera tautología, una cosa vale, cuando vale y porque vale. Como ya habrá intuido el lector, esta no va a ser una tesis que encuentre la base de su argumentación en una falaz lógica de autoridad análoga a la doctrina kelseniana, o se parapete, verbigracia, en el Artículo XVI de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Es cierto que en España no se da, inter alia, la separación de poderes y que sin este requisito ningún texto jurídico merece, en un sentido estrictamente formal, el apelativo de Constitución, sin embargo, en las siguientes líneas se tratará de avanzar, separando la paja del grano, a partir de un análisis exhaustivo de la narrativa mediático-institucional propia del Régimen del ’78.

Una Constitución, como es sabido, es el ordenamiento legal jerárquicamente superior de la nación que la ha constituido. Se trata de aquella norma a la que no pueden contravenir el resto de disposiciones legales positivas en virtud del principio de jerarquía normativa. Es por ello que, no obstante, toda vez se ha convenido en la normativa estatutaria de los distintos partidos la denominada «disciplina de voto» o «disciplina de partido», resulta sencillo constatar que todas las leyes promulgadas de 1978 a esta parte han quebrantado sistemáticamente la prescripción del artículo 67.2 de la CE, i.e. la prohibición del mandato imperativo. Y es que, como dijera Duverger en su obra Los partidos políticos, los propios parlamentarios están sometidos a una obediencia que los transforma en máquinas de votar guiadas por los dirigentes del partido (p. 463).

Para contextualizar el origen de esta prohibitiva prescripción debemos remontarnos hasta la Revolución Francesa. Partimos del hecho contrastado de que la Asamblea Nacional no podía representar a los ciudadanos franceses, pero esto no fue debido a que Rousseau no creyera en la representación política (que no creía), sino que a causa de un golpe de mano de Sieyès, amparado, eso sí, por el misticismo inherente a la doctrina de la soberanía de la voluntad general, se renunció al mandato imperativo, bajo la sentencia «la nación no recibe órdenes de nadie» y desembocando, a la postre, en la Asamblea Nacional soberana, comandada por los diputados del tercer estado.

En Europa se continuó con la tradición de prohibir el mandato imperativo aduciendo que, de este modo, se prevendría el caciquismo, de igual manera que con el sistema proporcional se garantizaría, según dijera Stuart Mill, que las ideologías minoritarias estuvieran representadas en asamblea. Si bien es incuestionable que una de las dos principales funciones de una Constitución es la protección de las minorías frente a las mayorías, en Europa se ha dado el efecto contrario, toda vez convertido el sistema proporcional de listas en la impronta de la partidocracia, en donde los pocos, la clase política y su ideología socialdemócrata, someten a su arbitrio a los muchos, la sociedad civil.

Pues bien, en este punto se advierte una mimetización de los rasgos fictivos propios de aquella Francia por parte de la España contemporánea (e.g., Título Preliminar de la CE de 1978, Artículo 1.2). Observamos, también, que el Parlamento no solo legisla, sino que inviste al Presidente del Gobierno, le concede un espacio fijo en la bancada parlamentaria y aprueba los Presupuestos Generales del Estado, negando, de esta manera, la separación de poderes; que confecciona el Consejo General del Poder Judicial, atentando contra la independencia judicial; y que representa a las distintas facciones estatales (los partidos), repartiendo las cuotas de poder de manera proporcional en virtud de los resultados electorales e imposibilitando la representación política de los votantes (que no electores, pues estos no eligen, ratifican). Seguramente habrá quien, ante semejante tesitura, decida calificar como soberanas a las Cortes Generales españolas.

En este sentido, a tenor de la imprecisión lingüística que caracteriza a nuestros dirigentes políticos se hace necesario poner sobre el pavés la fundamental distinción entre nación y estado, pues es esta la otra función principal de una Constitución: separar en origen la nación y el estado. Cuando escuchamos de boca de los representantes de partido (que no de la nación, quepa insistir) disparates tales que «los ciudadanos han llenado las plazas del Estado», «los ciudadanos son el Estado», etc., únicamente se pueden conjeturar dos posibles explicaciones: o bien la preparación de los políticos españoles es tan limitada que desconocen las bases más elementales de la ciencia política, o bien atesoran tamaña corrupción moral, que identificar como sinónimos a nación y estado se ha convertido en el perfecto subterfugio para la continuidad del Régimen del ‘78, en el cual la sociedad civil no participa más que para la testimonial y humillante ratificación de sus listas electorales.

Constitución separa estado y nación en origen
Finalidades de una Constitución: Separar nación y estado en origen y proteger a las minorías frente a las mayorías

Esta tesis viene dada por un razonamiento que en cierto tiempo le fue común, entre otros, a Gerhard Leibholz, razonamiento que arguye que para crear en el votante el artificio psicológico que le haga sentirse elector de su representante, pese a que la realidad dicte que únicamente ha ratificado lo elegido por la cúpula del partido, es necesario que este se sienta identificado con los miembros más carismáticos del grupo político, por su oratoria, etc. En consecuencia, pese a haber desaparecido todo rastro de representación, y, con ella, toda posibilidad real de influir en la esfera política, la sociedad civil (nación) tiende a identificarse con los partidos (estado), legitimando este orden de las cosas mediante votaciones periódicas.

Para guiar en este plano al lector neófito, baste con subrayar que los barrios y plazas, los territorios, los ciudadanos, etc., configuran la nación, mientras que los ministerios, los FCSE, la DGT, etc., así como la jurisdicción y competencia que institucionalmente delimita a los territorios nacionales, son parte del estado. Otro ejemplo, las regiones (e.g. Cataluña) son parte de la nación y sus instituciones (e.g. Generalitat) del estado.

En esta línea, la voz «fascismo» se encuentra claramente al alza en el mercado léxico de la oratoria política contemporánea. Vemos cómo votantes, tertulianos y periodistas la llegan a emplear con pasmosa arbitrariedad, con la intención de denostar a sus rivales ideológicos, sin siquiera percatarse de haber quedado ellos mismos adscritos a la ideología de estado fascista. Por ello, sirva de recordatorio el fundamento en la supremacía del estado por sobre los individuos como primera máxima del Fascio Italiano, cuyo padre ideológico, Benito Mussolini, sentenciaba: «Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada en contra del Estado». Quepa recordar, por tanto, que todos los partidos políticos españoles están dentro del estado (íd. sindicatos), que son sus votantes quienes así lo legitiman y que ni periodistas ni politólogos se muestran compungidos ante esta realidad.

En definitiva, pese a que la distinción nación-estado pueda ser interpretada como una declamación de capricho etimológico, resulta imperativa, empero, para separar los poderes políticos en origen, ya que es a la nación a quien corresponde legislar, mientras que es al estado al que incumben las tareas ejecutivas, burocráticas, diplomáticas, etc. Es por ello que la mera existencia del B.O.E., del proceso de investidura o del CGPJ desentraña el ardid que subyace tras la retórica de los mal autodenominados «partidos constitucionalistas». Y es que, como observa con atino D. Antonio García-Trevijano en su Teoría Pura de la República: Que el Estado decrete y reglamente, pero que no legisle. Su naturaleza imperiosa le impide hacerlo con equidad. Que la Nación legisle, pero que no gobierne. Su naturaleza comunitaria es reacia al orden vertical. Que la sociedad civil defina las hegemonías políticas y culturales, pero que no las ejecute. Su naturaleza espontánea no asimila artificios en la ordenación civilizada. Que la sociedad política intermedie entre la Comunidad nacional y el Estado, pero que éste no la estatalice, pues la naturaleza involuntaria de la Comunidad nacional quedaría aniquilada como fuente civil de la Ley (p. 415).

Por último, se antoja evidente la necesidad de delimitar al sujeto constituyente como condición previa al proceso constituyente del que nacerá una Constitución. En virtud de ello, en la Transición Española nunca se dio tal proceso, pues este consiste en un mandato de la voluntad de la nación en su conjunto, voluntad de la cual emana el poder para articular la propia existencia política, decidiendo de manera colectiva cualquier cómo al respecto. En España, por el contrario, lo que se dio fue una reforma en el seno de unas cortes conformadas por el anterior régimen político. Aquello que Carl Schmitt denominó como poder constituido en cuanto antítesis del poder constituyente.

Ese y no otro es el mérito de la narrativa institucional del Régimen del ‘78, aquella trampa dialéctica de la que Nietzsche nos advirtió en su capítulo Del nuevo ídolo (1883-1885):

En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados.

¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos.

Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo.»

¡Es mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos y suspendieron encima de ellos una fe y un amor: así sirvieron a la vida.

Aniquiladores son quienes ponen trampas para muchos y las llaman Estado: éstos suspenden encima de ellos una espada y cien concupiscencias.

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