Claro
Oscuro
En la cuestión del cristianismo (mencionarlo en el Preámbulo de la Constitución), la posición de España debe ser intransigente aunque no tenga efectos prácticos. Que otros sacrifiquen la verdad histórica a la descabellada demagogia de no molestar a los inmigrantes musulmanes. El disparate de la explicación supera la barbaridad de la omisión. Soy ateo y afirmo que el factor principal de la unidad del espíritu europeo, anterior a la unitaria racionalidad del laicismo estatal y del capitalismo mercantil, ha sido el cristianismo. Lo mismo afirmaría si fuera un inmigrante musulmán.
En cambio, la intransigencia nacionalista de no modificar la distribución de votos acordada en Niza, desproporcionadamente al número de votantes, carece de fundamento jurídico o democrático. Aparte de ignorar que el proceso unitario se ha hecho hasta ahora por etapas y cambios de método, Aznar se equivoca en la cuestión de los votos estatales porque padece una cuádruple confusión. Cree que lo pactado por unanimidad en un Tratado es consenso político, que el Tratado de Niza es ley constitucional, que el consenso es método de la democracia y que los Estados de la UE son democráticos.
Todo jurista sabe que los Tratados internacionales multilaterales son necesarios para resolver conflictos nacidos de la ausencia de consenso. Si lo hubiera no se celebrarían. Y los acuerdos alcanzados, aunque sean por unanimidad, no fundan un nuevo consenso que elimine la posibilidad de conflicto. Son soluciones temporales que pueden ser modificadas en ulteriores tratados. Por mezquina que sea en sus objetivos políticos y democráticos, la Constitución europea no es un Tratado, sino una Norma que deroga, en las materias que regula, los tratados y leyes anteriores. Si España no quiere mejorar el criterio de Niza para hacerlo democrático, no tiene más que votar en contra o salirse de la UE. Toda otra actitud es teatro.
Pero la confusión entre pacto unánime y consenso no es privilegio español. También la padece la inculta pedantería de Chirac: «Los que proponen cambios (en el proyecto constitucional) deben hacerlo con el objetivo de conseguir un nuevo consenso y no para evitar que se llegue a un resultado». Aparte de que aquí denuncia, con razón, la intención obstruccionista y vanidosa de Aznar, el presidente Chirac ridiculiza la cultura política de su país cuando emplea la expresión «nuevo consenso» en vez de «nuevo acuerdo» (para mantener el criterio de Niza), que es lo único teóricamente perseguible. Pues consenso, ante el objetivo común, ya hay.
Recomiendo a Chirac y Aznar que consulten cualquier prestigiosa enciclopedia del pensamiento político. La de David Miller por ejemplo. En la voz «consenso» encontrarán la rotunda afirmación científica de que éste termina cuando la política empieza. El carácter inconsciente y unánime del consenso es, además, incompatible con la consciente regla de mayorías y minorías inherente a la democracia. También serían menos demagogos si comprobasen, en la ciencia jurídica alemana posterior a la Constitución de Bonn, que las organizaciones actuales de la sociedad política europea son definidas como formas típicas del Estado de partidos, donde ha desaparecido todo vestigio de democracia representativa.
Por esa razón, la cuantificación de los votos en la UE no es tan decisiva ni tan necesitada de coherencia como en la democracia. No es decisiva en su función porque el voto de un solo país puede vetar al de todos los demás. No es coherente en su distribución porque, en los sistemas electorales de listas de partidos, el voto de los Estados no está directamente legitimado por el voto de los electores. Si nos atenemos al fondo de la cuestión, es decir, a la realidad y no a la apariencia de las formas, el poder político en el interior de la UE no corresponderá al de los Estados, sino al de las Internacionales europeas de los anacrónicos partidos estatales.
La razón. Jueves 9 de octubre de 2003