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Después de las elecciones españolas, una mayoría de tertulianos, columnistas y demás “opinadores” se apresuran a defender una gran coalición entre los dos partidos más votados. Escuchando sus argumentos parece lógico plantearse para qué se vota, o qué diferencia hay, entonces, entre votar a un partido “izquierdas” o de “derechas” si finalmente terminan fundiéndose en un acuerdo de gobierno.
La mediocre metafísica del estado de partidos propaga una serie de postulados que neutralizan la capacidad para agredir al sistema con estas preguntas. Estos postulados son recogidos groseramente en las ideas de “eso es así” o “eso funciona así”, creando una pantalla donde encuentra freno su cuestionamiento y por efecto de la cual un votante del PSOE termina aceptando una coalición de gobierno con el PP sin ni siquiera preguntarse para qué sirven, entonces, las votaciones. Es sorprendente que ese grado de aprobación de una fusión tan aberrante entre las supuestas izquierda y derecha conviva con una extendida noción rudimentaria de la democracia como “gobierno de la mayoría”. La toma de decisión por mayoría es una técnica política antiquísima, está completamente presente en la conciencia del ciudadano y el problema es que se emplea correctamente para todo menos para la política.
La cuestión reside aquí en el desplazamiento que sufre este concepto (la democracia como gobierno de la mayoría) para dar preferencia a otros mecanismos políticos que pasan por ser necesarios en la democracia, como el consenso. El consenso ha de anteponerse porque es necesario en un régimen de partidos, pero no en una democracia. En virtud de un juego de preferencias de mecanismos políticos (consenso, actividad de la prensa, cantidad de producción de leyes, etc.), se construye un sistema de grados metafísico y, por tanto, irreal, sobre alguno de cuyos parámetros se establecen las divertidas clasificaciones de los “países más democráticos” del mundo. Finalmente, tras el ruido así generado, el concepto del “gobierno de la mayoría” queda desplazado, diluido o vaciado en la conciencia del ciudadano. No soy el único que ha escuchado alguna vez hacer alusión a la voluntad de la mayoría al tiempo que se afirma que “la democracia es llegar a acuerdos”. ¿En qué quedamos, es el gobierno de la mayoría o es llegar a acuerdos? Cuando hay acuerdos no hace falta votar y, en caso de que se vote, el procedimiento se convierte en una pura simulación.
Ahora bien, la incoherencia salta a la vista cuando en un determinado ámbito no político se aplican los mecanismos de elección basados en la voluntad de la mayoría. En concreto hablamos de una pequeña asamblea de diez, veinte vecinos que votan para tomar una decisión por mayoría. Más irónico todavía: hablamos de las consultas que los partidos organizan para que sus militantes tomen una decisión, ¿acaso no se toma por mayoría?
Es obvio que los mecanismos de toma de decisión por mayoría existen, se conocen, se usan correctamente en la vida práctica y, lo que es más curioso, se identifican como la esencia de la democracia, pero no tienen preferencia en la vida política. Desde luego, no la tienen en un régimen de poder que huye de las disyuntivas. La parafernalia metafísica del Estado de partidos existe, precisamente, para poner freno a una idea tan poderosamente simple como es el mecanismo de decisión por mayoría. Sin ese freno, nada impediría a la conciencia de cualquier ciudadano transitar racionalmente desde una idea rudimentaria de democracia hasta el sistema de partidos para ver dónde se rompe la conexión entre ambos. Una pista podrá encontrarse en el hecho de que, para que tenga sentido elegir por mayoría, es necesario estar ante una disyuntiva, oponer al menos dos opciones y una de ellas no puede ser la “nada”, tal como ocurre en España y en los Estados de partidos en general, en los que un cuerpo legislativo se ve obligado a elegir entre un presidente o ninguno, lo cual no es una verdadera disyuntiva, sino, más bien, una estupidez.
Solo me queda añadir que la solución a los problemas de la formación de gobierno se encuentra en el sistema presidencialista a doble vuelta, una tecnología que no es nueva y que no solo es eficaz para tomar decisiones, también tiene la virtud de facilitar la separación de los poderes del estado. Pero el Estado de partidos no busca una solución sino su supervivencia, por tanto, ésas son palabras prohibidas en las tertulias y en las instituciones.