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Teoría pura de la República   Terminamos con este Artículo nuestro ya extenso comentario sobre la última gran obra del pensador político español más importante de los últimos cuatro siglos, Antonio García-Trevijano. Efectivamente, encontrar dentro de nuestra patria un libro de pensamiento político parangonable por su importancia descubridora a Teoría pura de la República, nos obligaría a retrotraernos a las Empresas políticas del murciano Diego de Saavedra y Fajardo (1584-1648). Entre Saavedra Fajardo y Trevijano las obras políticas de Quevedo, Juan Luis Vives, Juan de Mariana, González de Cellorigo, Caxa de Leruela, Martínez de Mata, Vicente Calvo Julián, Martínez Marina, Joaquín Costa, Vicente Blasco Ibáñez, Ricardo Macías Picavea o las del propio Ortega político son todas ellas “obras menores”. Desgraciadamente en estos lares hispánicos la literatura política nunca ha pasado de ser un “maxime oratorium opus”. Y ya se sabe desde Cicerón ( Brutus, 4 ) que “concessum est rethoribus ementiri in historiis”. Y si he insistido en mi hermenéutica política en este periódico digital de liberales es porque no se puede permitir que esta obra genial pueda pasar desapercibida en este presente tan deplorablemente bárbaro. No se trata de abanderar una causa política, sino de publicitar la obra de ciencia política más importante de nuestra literatura. Trevijano enfoca aquí la historia política, como en otros de sus grandes libros, desde una perspectiva polibiana, pragmática, en la que tras analizar las grandes normas de la vida política, las constituciones, no se detiene como los manuales a la sazón ( v. gr. Sánchez Agesta ) en las meras descripciones constitucionales o en simples enumeraciones de principios políticos propios de cada orden o régimen político, sino que deduce de la Ley la conducta grupal y las organizaciones sociales que la rigen. Echando mano de la metafísica monadológica de Leibniz (¡ilustración alemana!), Trevijano organiza y explica las circunscripciones electorales como mónadas indivisibles, pero abiertas a la sociedad y a la vida civil, y generadoras de una representación uninominal, y jamás de una lista cerrada de partido con vocación totalitaria en un Estado parcialitario.   La Teoría Pura de la República ha sido elaborada con la síntesis integradora de las dos ideas-fuerza ( Fouillée ) de la democracia ( sistema electoral representativo de los electores y separación en origen de los poderes del Estado ) y las dos ideas-fuerza de la República Constitucional ( lealtad materia-forma, y algoritmo verdad=libertad ). Son cuatro potentes ideas-fuerza que no pueden ser rechazadas sin mala fe mental o corrupción moral, una vez que se manifiesta viva la energía que comporta su mero conocimiento, es decir, su potente “visciencia”. Cuando Trevijano habla de una Teoría Pura de la República no está hablando de una República pura. Es una teoría pura porque está depurada de vocablos susceptibles de evocar sentimientos en lugar de pensamientos, porque elimina de la realidad formalizable los elementos impuros de orden mítico, simbólico, tradicional o ideológico, que no son contrastables ni verificables en el laboratorio experimental de la historia. Entre esta Teoría Pura y su aplicación a la realidad social y política existe la misma diferencia que entre ciencia pura y ciencia aplicada.   El modelo de partidos de integración de masas, sustituyendo al de representación, se incorporó a la estructura de los Estados europeos de la postguerra, salvo en el Reino Unido y Francia, dando lugar a la degeneración de lo público y a la absoluta falta de representación de la sociedad en el Estado de partidos. La probidad personal y la inteligencia social, concurriendo en almas sensibles ante la injusticia, la mentira y el abuso de poder, son para el valor ciudadano lo que el viento para el fuego. La Teoría Pura de la República Constitucional, en tanto que teoría del poder y filosofía de la acción colectiva, es consciente de ser la única alternativa de la libertad política al Estado de partidos. Sin libertad política la distinción derecha/izquierda carece de color. Todos los partidos estatales son pardos.   El pueblo es una abstracción a la que recurre el discurso político para hacerlo sujeto imaginario de la acción, si una parte pequeña del mismo puede imponer su libertad al resto ( como los actuales rebeldes libios frente a Gadafi ), como si fuera la voluntad de todos o de la mayoría absoluta, prescindiendo de la pasividad que suele superar el número de gobernados activos o participantes en el régimen político. No existe peor definición de la Democracia, ni mejor expresión demagógica de la misma, que la de Lincoln, en su Gettysburg Address, con el que pretendía superar este picapleitos de Illinois la “oratio funebris” del demócrata principesco Pericles: “government of the people, by the people, for the people”. Pues todo gobierno, hasta el más tiránico, siempre es gobierno del pueblo, como materia gobernada, y gobierno para el pueblo, como único destinatario de la acción gobernante. La falsedad demagógica está en el “by”. Lo demás sobra, por obvio. Las frases circulares convencen más a las masas que las verdaderas.   El Estado de partidos vive de ilusas pretensiones democráticas y se alimenta con los productos fraudulentos de su propia ilusión de progreso material, ¡en un estercolero moral! La crisis económica no se aliviará, en los hogares y mesas de la cotidianidad, con las letanías edulcoradoras de la realidad que articulan los sermones políticos de “autológoi” ( verbos encarnados en sí mismos, homónimos de sí mismos, como Dios ). Lo imaginable, la libertad política en una República inteligente y sincera, sacaría a los partidos del seno estatal para civilizarlos en el de la sociedad civil, hoy confundida con la económica o la comunidad nacional.   La fuerza política de los deseos de liberación colectiva que parten de espíritus vivientes en la verdad=libertad, estará comprimida por los partidos estatales, hasta que un movimiento ciudadano ponga a la parte activa de la sociedad civil, con una acción crucial, ante la evidencia de que la única verdad política es la libertad de los demás. Se suelen llamar cruciales a esos momentos decisivos o situaciones decisorias donde, por la índole dramática de los efectos intensivos y extensivos que producen en las personas o en los pueblos, cambian el sino o el sentido de las vidas personales o sociales. La noción de lo crucial, sinónima de crisis determinante, indica la circunstancia decisiva que ocasiona cambios repentinos en la personalidad de los individuos y en los valores sociales. Una verdadera “metánoya” política. Si hemos podido recuperar para la ciencia política el concepto leibniziano de espontaneidad, como pasión interna de verdad provocada por la necesidad de libertad externa, también debemos devolver su sentido genuino a los crucial, en tanto que acción social experimentadora de la validez universal de la relación de igualdad entre verdad política y libertad colectiva. Sin cruce de caminos, o sea, sin posibilidad de elegir entre orientaciones políticas opuestas o divergentes, no hay acción humana que pueda realizar una experiencia crucial de orden colectivo y liberador. Una metánoya política que participa en cierto sentido del aliento humanista de aquella otra de “Scitis quia principes gentium dominantur eorum, et qui maiores sunt potestatem exercent in eos. Non ita erit inter vos: sed quicumque voluerit inter vos maior fieri, sit vester minister” ( Matth. 20).   Entre las diversas formas de la relación social ( convivencia, coexistencia, connivencia, cooperación, mutualidad, reciprocidad ), sólo hay una donde las substancias simples ( personas ) se unen, para integrarse en un compuesto del que surge una sustancialidad colectiva, que no es la mera suma de las sustancialidades individuales. Leibniz llamó vínculo substancial a esta relación real más perfecta. La res publica otorga al todo la unidad sustancial de la esencia y existencia republicana, presente ya en cada mónada particular. Lo cual no sucede en las uniones contingentes que fundamentan las dictaduras, las Monarquías y las Repúblicas de partidos estatales. Distintas versiones de un mismo extrañamiento forzoso de la libertad política colectiva. Pero el vínculo substancial de la parte al todo garantiza la integridad y continuidad existencial de la realidad republicana. La unión continuativa está inscrita en todo elemento repúblico, en cada mónada representativa, como potencia única e indivisible de la acción unitaria. El carácter intrínseco de la unión deriva de su génesis común en la unidad epistemológica derivada del conocimiento de la verdad política, o sea, en el descubrimiento de que la verdad política está en la libertad colectiva, o sea, en la de los demás.   En tanto que ley de la naturaleza, la lealtad es principio de todas las virtudes sociales. Es vínculo sustancial de la acción unitaria y aglutinante espontáneo, incluso inconsciente, de la fundación colectiva de la libertad constituyente de la República Constitucional. Una República que, a causa de su origen en la libertad colectiva, garantizará sin necesidad de coacción la indivisibilidad territorial de la Nación.   La libertad política no depende de los niveles de renta nacional, del producto nacional bruto ni del consumo por cabeza. La democracia formal puede caminar hacia la igualdad social. Pero las revoluciones de la igualdad, sin horizonte de libertad, requieren dictaduras que extiendan la falta de libertad más allá de la que denunciaban en la situación anterior de rebeldía. Hay menos libertades en el fruto de la Revolución que en sus simientes.   El Estado de partidos prohíbe el mandato imperativo de los electores, pero basa la representación proporcional en el mandato imperativo de los jefes de partido. Se dice que la soberanía reside en el pueblo, pero con la prohibición a este fantasmagórico soberano de dar instrucciones a sus mandatarios, ni siquiera haciendo vinculantes las promesas que le hicieron los partidos estatales para ser elegidos. Y se prohíbe que revoque el poder dado a sus diputados. Con el monopolio de la representación, los partidos estatales asesinan al sentido común. El poder electoral no está en los votantes a listas predeterminadas, sino en la media docena de jefes de partido que hacen las listas. El consenso de sus voluntades particulares pretende ser la voluntad general.   Contra esta farsa de libertad política viene la República Constitucional.

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