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Probablemente, ante la pregunta directa que da título a este artículo, cualquiera de nosotros caería en la tentación de responder, inmediata e irreflexivamente, con una negación. El pacifismo que siempre impera en tiempos de paz y la doctrina de lo políticamente correcto, invitan a considerar que debe gobernarse sin agredir o conforme a lo expresado en diversas ocasiones por el ínclito José Luis Rodríguez Zapatero: “hay que gobernar éticamente” decía, lo cual es, stricto sensu, un completo disparate como veremos. No existe una ética universal que pueda dictar a la moral cómo ha de gobernarse. Salvo, quizás, actuar como los sadhus en India y buscar en el inmovilismo el camino hacia la iluminación. O tal vez la de aquellos que quieren alzarse como falsos portavoces de voluntades divinas, emisarios de una verdad única y primigenia, y que ellos tratan de mostrarnos, disfrazada o envuelta en humildad.

La palabra ‘agredir’, de uso relativamente tardío en el idioma español, no es utilizada antes de finales del siglo XIX. Su origen, como es habitual en nuestra lengua, se encuentra en el latín. Adgredior, Adgressus, del que se deriva este verbo, significa literalmente ‘ir hacia’ y por extensión ‘ir hostilmente hacia’. El añadido o adjetivación, con implicación moral posterior, es lo que atribuye una esencia negativa a este término y lo que, en una u otra medida, nos puede predisponer hacia su rechazo.

El étimo gradus, que forma parte de su composición, significa ‘paso’ y por ende expresa una idea de gradualidad, de incremento o decremento progresivo mediante cantidades discretas, que califican la intensidad del avance -cuando se produce el movimiento hacia alguien o algo-. Así, conceptualmente, agredir no significa más que realizar una acción dirigida a obtener un propósito y no expresa más que el propio movimiento y cambio de una situación estática hacia otra distinta.

 

Obtenido este punto de vista que atiende al riguroso origen de la palabra, podemos pues observar que, el ‘agresor’, desde su perspectiva propia, no hace otra cosa que ‘ir’. Simplemente ‘va’; tal vez, en una dirección que no conviene a quien se ha marcado un determinado territorio o zona propia y cerrada. Según su etimología, agredir es algo tan neutro como acercarse.

Como bien sabemos, la política es la lucha por el poder, y en consecuencia, posee una naturaleza hostil hacia otro, que se considera adversario. La política, necesariamente eventual, se consuma siempre en acciones concretas de gobierno y este aspecto nos acerca entonces hacia la siguiente reflexión: si gobernar es actuar e implica unas acciones determinadas, gobernar es necesariamente agredir y este punto no puede ser obviado cuando se plantea la pregunta inicial ¿debe la política ser agresiva? pues la respuesta ha de ser necesariamente afirmativa. El asunto a plantearse es pues, el grado o cantidad de esa agresión y el objeto hacia el que va dirigida, quedando fuera del debate la calificación moral de lo que se acomete, ya que al no existir una ética universal, salvo la preservación de la propia vida humana, que pueda regir estas acciones como una verdad de ámbito global y que pueda ser aceptado de forma unánime por todas las personas, se hace imposible predeterminar su alcance e intensidad.

Llegados a este punto, la siguiente cuestión que podemos y debemos plantearnos, con respecto a la agresividad intrínseca de toda acción de gobierno, es: ¿quien o quienes están legitimados para decidir el grado de intensidad y la dirección tomada por esa agresión?. Para dar respuesta a esta trascendental pregunta, debemos considerar entonces los aspectos formales de la Democracia y las virtudes que posee, para quienes la defendemos, como sistema político que defiende la soberanía de la verdad y superior a otros basados en oligarquías (como el que tenemos en España) y por supuesto, a los fundamentados en la voluntad única de un dictador o monarca totalitario. Esto es, considerando los tres sistemas aristotélicos que existen para regir el funcionamiento de una nación.

La Democracia lleva una verdad implícita y no es otra, según mi criterio, que la libertad política colectiva. Un aspecto éste, primario y basal, que condiciona a todos los demás y los somete a ese principio fundamental. Cuando existe libertad de pensamiento y conflicto de intereses, es cuando se produce la política auténtica y por tanto un inevitable grado de agresividad. Una serie de movimientos dirigidos a afectar el discurso de los acontecimientos y que, en una sociedad civilizada, son moderados por la existencia de unas leyes de las que el pueblo se dota para regularse. La sociedad civil, vigilante y situada frente al poder ejecutivo del Estado, equilibra y limita su agresividad mediante el uso de la ley en una República Constitucional. Aparece entonces una verdad, no como premisa de un individuo o individuos particulares, sino como resultado del ejercicio político colectivo, suma de las verdades particulares o personas que componen una nación. No la voluntad del pueblo o voluntad general de la que hablaba Rosseau, algo intangible e inexistente, sino la verdad resultante de las acciones individuales que, del mismo modo que la propia cultura y la moral, emana desde las raíces mas profundas del ser humano en sociedad y se manifiesta de forma leal y coherente a todas sus partes.

 

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