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Epifanía presidencial

El presidente Rajoy se ha manifestado. Sí, se ha comprometido a publicar las balanzas fiscales el próximo mes de diciembre, antes de presentar, en marzo de 2014, el esperado proyecto de reforma tributaria. Parece como si esta última y el comprometido nuevo modelo de financiación autonómica dependieran de los resultados de dichas balanzas, engendro contable más útil para sembrar la confusión que para inspirar el buen gobierno.

Dice J. C. Girauta en ABC (15-X-2013), refiriéndose a dichas balanzas, que “[…] ni el administrado entiende su concepto, ni tienen los demagogos que vienen agitando el instrumento [es de suponer que se refiere a los tan traídos y llevados artilugios fiscales] el más mínimo interés de que así sea”. El caso es que de lo que se queja Girauta es del intento de “[…] llevar la interpretación de las balanzas a campos distintos del contable”. Pues bien, ni siquiera en este ámbito tienen las mismas otro valor que el de un ejercicio cabalístico, que, como precisa el DRAE, viene a ser todo “cálculo supersticioso para adivinar una cosa”. Habría que añadir: cualquier cosa. Ya lo verán. Y si no, al tiempo.

Del mito al logos

Es necesario pasar de la fantasía homérica a la reflexión socrática. El pretendido objeto de las balanzas fiscales es conocer el impacto redistributivo de la actividad financiera (ingresos-gastos) del Estado, así como de las diversas administraciones territoriales, atendiendo al saldo fiscal de cada circunscripción subcentral con el mismo Estado, esto es, a la diferencia entre los costes soportados (recaudación de ingresos a favor de la Hacienda central) y los beneficios recibidos (gastos efectuados por el Estado en su propio territorio). Se trata, en definitiva, de un instrumento ideado para conocer el grado de solidaridad entre las diversas regiones de un país que sirva además para instrumentar, sobre una base objetiva, las políticas que garanticen el cumplimiento del principio de solidaridad entre las diversas partes del territorio español (artículos 2 y 138 CE). Eso es, al menos, lo que se pretende.

Desde los intentos pioneros de Trías (1960), Petit (1965) y Ros (1967), hasta los más recientes de diversos autores y equipos de trabajo, han sido numerosas las balanzas fiscales confeccionadas en España. Es de notar que las cerca de medio centenar de balanzas elaboradas hasta la fecha arrojan resultados enormemente divergentes entre sí. Tres son los factores que explican semejantes disparidades. Primero, el ámbito institucional al que las mismas se refieren (relaciones financieras con el Estado sólo, con éste y la Seguridad Social, o con ambos y las empresas públicas inversoras); segundo, la diversidad de criterios seguidos para la imputación territorial de los ingresos y gastos que registran; y tercero, la práctica habitual de la contabilidad creativa, pariente próxima de la cosmética presupuestaria. Si a esto se añade el hecho de que la interpretación de sus resultados se verifica de espaldas a los más elementales postulados de la teoría de la incidencia impositiva, así como de las externalidades y efectos inducidos del gasto público, no ha de extrañar que las balanzas fiscales pierdan buena parte de su pretendida significatividad, y, como consecuencia de ello, de su fuerza demostrativa en relación con pretendidas discriminaciones interterritoriales aducidas por el victimismo nacionalista.

La cuestión del método

Como es sabido, método significa camino, pero hay caminos que no llevan a ninguna parte o que se desvían en exceso de la meta pretendida. Para la confección de las balanzas fiscales suelen aplicarse, principalmente, dos métodos alternativos: el de ingresos-gastos (diferencia entre lo que, en términos líquidos, recibe una comunidad del Estado, y lo que a este aporta en contrapartida); y el de carga-beneficio (diferencia entre la carga fiscal que una comunidad soporta por los impuestos estatales, y el beneficio privativo que la misma experimenta como consecuencia de los gastos que en ella realiza la Administración central).

Pues bien, el primero de ellos ignora cualquier planteamiento relativo a la incidencia efectiva (no meramente legal) de los impuestos, así como los beneficios finales del gasto público. Y el segundo método, por su parte, no tiene más remedio que optar por una solución arbitraria a tales cuestiones. El planteamiento legal sólo nos permite conocer quiénes pagan los impuestos, pero no siempre quiénes los soportan. No hay modo de saber a ciencia cierta quién soporta efectivamente el impuesto sobre sociedades: si los consumidores vía precios más altos, si los socios por la reducción del beneficio a distribuir, si ambos en proporción variable, o si los propios trabajadores de la empresa en términos de unos salarios más bajos. Todo dependerá de las condiciones de los mercados, tanto de los productos como de los factores de la producción. Ni que decir tiene que estos agentes económicos no tienen por qué residir todos ellos en una misma circunscripción fiscal.

En cuanto a los beneficiarios del gasto público, tampoco hay criterio infalible para saber si lo serán finalmente los residentes en la circunscripción donde aquél se realizó o los de otra distinta. Los gastos del Estado en educación, sanidad y otros bienes preferentes pueden muy bien terminar beneficiando a quienes residen en circunscripciones ajenas a aquella que los recibió primariamente. Y los efectos externos de los bienes públicos puros (defensa, administración de justicia, representación exterior, etcétera) resultan aún más difíciles de localizar en el sentido estricto de este verbo. Son estos sólo algunos ejemplos de lo que me gusta llamar el teorema de la imposibilidad de las balanzas fiscales, al menos cuando se pretende constituir a estos ingenios contables en fuente de argumentos precisos y concluyentes en materia de solidaridad interterritorial.

¿Solidaridad entre los territorios o entre las personas?

En todo caso, hay que señalar el absurdo antropomorfismo que supone hablar de solidaridad entre territorios, tal como lo hace la propia Constitución Española, siendo así que sólo las personas, los ciudadanos, pueden ser objeto o actuar como sujetos de tan elevada virtud. Resulta en verdad difícil imaginar, pongo por caso, cómo la Sierra de Grazalema, en la provincia de Cádiz, puede ser solidaria o insolidaria con la Sierra de Guadarrama, extendida entre las provincias de Ávila, Segovia y Madrid. Son las personas y no los territorios los que pagan los impuestos y quienes reciben los beneficios del gasto público. Y son también las personas las que en función de su capacidad económica deben aportar al común más de lo que reciben o recibir más de lo que puedan aportar. Así de sencillo. ¿O no, señor Rajoy? Tome nota.

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