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Las citas son gotas de sabiduría condensadas por los artistas de las palabras.

Un día, mientras reflexionaba acerca del efecto deslegitimador que una abstención consciente y mayoritaria tendría sobre el Régimen español, me encontré con esta frase del escritor libanés Khalil Gibran: «El ruiseñor se niega a anidar en la jaula, para que la esclavitud no sea el destino de su cría».

El ruiseñor se niega a anidar en la jaula, para que la esclavitud no sea el destino de su cría

Gibrán Khalil Gibrán

Abstraído en estos pensamientos, afloró en mi memoria el recuerdo de la época en que adquirí el derecho al voto. Eran los años ochenta del pasado siglo. Consideré que, al alcanzar la mayoría de edad, tenía la gran responsabilidad de participar en la elección de nuestros gobernantes. Como pretendo explicar los razonamientos que me llevaron a la decisión final, necesito reseñar que apenas tenía interés en la política, que nunca he abrazado ningún credo ideológico y que aunque permanecía atento a las opiniones de mi familia y a las tendencias del entorno estudiantil, no me incliné por secundarlas.

También tengo que decir que yo creía que había democracia en España. Ignorante, sin experiencia, confuso y sin un guía a quien yo concediese autoridad para aconsejarme, me encontraba como un pajarillo que abandona el nido para emprender su primer vuelo. En consecuencia, mi resolución estaría motivada por la confianza que pudiese depositar en algún partido o en alguna persona.

Estudié las opciones que, excluidos los partidos minoritarios o de escaso predicamento en Galicia, de donde soy natural y donde siempre he vivido, eran principalmente tres: los llamados conservadores, los regionalistas y los que se decían socialistas o progresistas. Descarté a los primeros porque los asociaba con la Dictadura. El aspecto de sus miembros me producía animadversión, me recordaba a algunos profesores de modales autoritarios que había padecido en mi infancia y sabía que muchos de ellos habían ostentado cargos políticos en el Antiguo Régimen. Comúnmente eran votados por los nostálgicos, los reaccionarios o las personas de mayor edad.

Con respecto a los que se presentaban como nacionalistas gallegos, no compartía su credo y los veía como facciosos que no constituían una alternativa real para gobernar. Entre los votantes que se ilusionaban, y se siguen ilusionando, con este tipo de partidos, se distinguen dos grupos: los que por una creencia ideológica niegan el hecho de su pertenencia a la nación española (yo me pregunto en qué momento quieren parar la Historia) y los que buscan una representación que resulta imposible con el sistema proporcional de listas de partido. Es interesante observar como estas formaciones ya proliferan hoy en día en provincias y comunidades que ni siquiera tienen ese pasado diferencial. Sin diputación por distritos con candidaturas uninominales, única forma de representación posible, es normal que los delegados de estos partidos traicionen a sus votantes, cuyo delirante anhelo se verá frustrado por la realidad política.

Los terceros gozaban de apoyo mayoritario después de su sensacional triunfo en 1982. Habían conseguido que millones de españoles viesen a sus rivales como fascistas y erigirse ellos como artífices de la democracia. Se presentaban como renovadores de la política, como la candidatura del progreso. Dado que le doy mucha importancia a las palabras, que se pueden utilizar para definir o para engañar, es importante decir que entonces mucho más que socialistas, se declaraban progresistas, término hoy en desuso. En aquella época yo desconocía que en el Congreso de Suresnes habían renunciado a su ideología socialista y que en la falsa Transición se habían opuesto a la Ruptura Democrática destacándose como partidarios de la Reforma.

Hoy sé que se reforma lo que se quiere conservar, que renovar es hacer nuevo lo que ya va viejo, que el cambio del que hablaban es una infinita conversión de las facciones estatales en plagio de sí mismas, pero entonces dudé: ¿debía ir a votar? Sólo me quedaba el último criterio: la observación de los candidatos. Los veía en la televisión, en los carteles que ensuciaban las paredes y las farolas de mi ciudad, en las octavillas que coches con música estruendosa arrojaban en las calles. Me disgustaba su discurso, porque me parecía populista; su vestimenta (hoy nada ha cambiado) no era más que un disfraz; escuchaba su voz engolada y me fijaba en su talante que, de tan humilde que pretendía parecer, se me representaba lleno de altivez; y me desagradaban sus rostros contraídos por el rictus de la mendacidad. Entonces tuve una intuición, el instinto del lúcido pájaro abstencionario: ninguno, en especial su primero de lista, me pareció persona digna de mi confianza. Así fue como una visión fisiognómica me dio la solución y nunca ejercí mi derecho al voto. No creo tener un gran mérito; las dudas propias de mi ignorancia y el temor de hacer algo de lo que pudiera arrepentirme, pesaron más en mi decisión que la consciencia de que hacía lo correcto; con todo, es imposible no sentir el orgullo de haber acertado, siendo joven e inseguro, con el camino que debía seguir en aquella difícil encrucijada. Me negué a depositar papeletas en las urnas, para que la corrupción no fuera el destino de mi voto.

Mientras seguía lleno de dudas, aún tendría que hacer unos cuantos viajes el ruiseñor para que, en los primeros años de la década de los noventa, conociese yo al maestro Trevijano. Fue en un debate celebrado en el programa de televisión La Clave. Rápidamente llamó mi atención la elegancia de su porte, el timbre de su voz, la firmeza (exenta de soberbia o condescendencia) de su discurso, su pasión por describir la realidad con sencillez y su valentía cuando se quedaba solo frente a todos defendiendo sus ideas radicales. Lo que más me gustó fue su intención de conducir el debate de modo racional, sin que los prejuicios, los intereses personales o los sesgos ideológicos fuesen un impedimento para la búsqueda de la verdad. Aunque esta es la única forma de que una discusión merezca tal nombre, la falta de inteligencia o la ausencia de moralidad impiden a menudo su realización. Por todo ello él se distinguía y yo me di cuenta, inmediatamente, de que estaba ante un español excepcional. Aún hoy en día me sorprendo, ¡con qué ingenuidad!, de que las personas no sientan lo mismo que yo sentí al escucharle, al conocerle. Descubrirlo fue una revelación. Atento a cada una de sus intervenciones, aprendí la base teórica que daba respuesta a mis inquietudes juveniles, comprendí que en España no había democracia y que la abstención era el único método para luchar contra la falta de libertad política. Muchas personas no tuvieron esta suerte o quedaron atrapadas por su pasión votadora. Deudor de este magisterio, siempre he enseñado, a quien quiso acercarse al umbral de su propio entendimiento, la nobleza y efecto de no colaborar con el Régimen, de no dar poder a los partidos estatales y a sus delegados, de no legitimar con el sufragio la corrupción, de estar en contra de ella y de la falsedad que la sustenta.

Bien es verdad que no con mucho éxito, como también lo es que esta actitud es para toda la vida, con los medios de que se disponga y las oportunidades que se presenten. Pasaron casi veinte años sin que yo volviese a tener noticias de este pensador y hombre de acción política. Cuando, merced a los avances tecnológicos, me reencontré con él en la Red Informática sentí una gran alegría. Este nuevo medio de comunicación me permitió acceder a numerosos artículos suyos publicados en periódicos y revistas, a programas de radio y televisión en los que había intervenido, y a saber que continuaba, con nuevos métodos e iguales bríos, su incansable lucha por conquistar la libertad para constituir la democracia.

También tuve conocimiento de sus libros y de que había fundado una asociación cultural, pre-política, para enseñar su ideario y promover la Libertad Constituyente: el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional. Mi simpatía hacia el mismo me ha conmovido a participar con mayor intensidad en la disidencia, cuya acción debe encaminarse a dos tareas fundamentales, una de naturaleza política y otra cultural, a saber:

  • Deslegitimación de la Oligarquía Monárquica del Estado de partidos, no votando, con dignidad de conciencia y consciencia de la abstención
    motivada.
  • Subversión de la hegemonía cultural del Régimen, denunciando sus mentiras y divulgando las ideas de Libertad Política Colectiva y Democracia en una República Constitucional.

He escrito este artículo para dirigirme a los jóvenes, en especial a los que recientemente han llegado a su mayoría de edad y pronto se encontrarán ante la responsabilidad política de votar o abstenerse. Por ello traeré a colación otra cita: “Tomad la resolución de no servir y seréis libres. No os pido que levantéis vuestra mano contra el tirano para derribarlo, sino simplemente que no lo sostengáis. Entonces veréis como, igual que un coloso cuyo pedestal ha desaparecido, se derrumba por su propio peso y se destruye.” Pertenece al opúsculo titulado «Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno» y fue escrito en 1548 (Cervantes acababa de nacer) por el francés Étienne de la Boétie, a los 18 años. ¡Cuánto talento hay que tener para hacer una reflexión tan profunda y con un estilo literario tan bello, a una edad tan temprana! Casi 500 años después me pregunto cuántos chavales se detendrán siquiera un instante a pensar sobre estas enseñanzas. No podemos vencer a la Naturaleza, que nos hace distintos en cuanto a nuestras capacidades, ni desestimar las diferencias con que la experiencia o la formación marcarán nuestra personalidad. Pero, en asuntos morales, ¿quién osará considerarse inferior a cualquier otro?

Ninguna revolución puede hacerse sin el concurso de la juventud y la que está por venir es la más grande. Tengo confianza en que, ante la inminencia de las votaciones, algún joven leerá esta publicación y esperanzado en conquistar su libertad, que es la misma que la de todos sus compatriotas, renunciará a su recién adquirido derecho a colaborar con el Régimen votando ilusionado a favor de la Corrupción.

¡Joven y querido lector! ¿Aún se acuerda del ruiseñor? Su canto es el más hermoso. Esta primavera ya ha regresado de su viaje austral. Con sus trinos antes del alba, nos anuncia que pronto llegará la luz del día. Yo proclamo que no hay anhelo más grande que el de la libertad y que espero la aurora que ilumine en el alma de mi patria el deseo de conquistarla. ¿Quién querrá ser menos que un pájaro?

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