Claro

Oscuro

La resistencia física ha sido considerada, desde los estoicos («antitipia»), como una prueba de la existencia de la realidad exterior frente a la identidad espiritualista del yo. En cambio, la resistencia moral, contra todo sistema político basado en principios de autoridad (dictaduras y oligarquías) constituye la única prueba de la existencia de la libertad. La resistencia de la libertad es más decisiva, para mantenerla viva, que las instituciones fundadas para sustituirla por la inercia de la libertad (democracia). En la resistencia del sentimiento de la libertad, ésta manifiesta su existencia en estado puro. Nada la puede doblegar. En ella está el único fundamento de la libertad política.

Ningún ideal realizable de humanidad ha llegado a nacer sin anidar primero en ese castillo de resistencia moral, no sólo contra los asaltos inhumanos de la autoridad -eso no rebasaría los límites del noble egoísmo-, sino contra todas las ideas deshumanizadas que legitiman, en la opinión común; los sistemas creadores de tipos bochornosos de autoridad. Se resiste mejor la injusticia particular que no cesa de cometer una forma injusta de Gobierno, que la opinión general del consenso que la sostiene. Aquí no basta ya el esfuerzo primitivo de resistencia. Pues hace falta el concurso de una inteligencia del mundo de la libertad que comunique sentido impersonal al ánimo personal de resistir.

A pesar de la glorificación que se hizo, después de la guerra mundial, de los movimientos de resistencia contra el fascismo (que sea un asunto tabú en España demuestra el continuismo en el respeto a la dictadura), no hay en la literatura política nada comparable a la original reflexión sobre la resistencia en la teoría del conocimiento de la realidad del mundo exterior. Que en algunos filósofos, como Fichte, Maine de Biran y Dilthey, tomó la importancia del «cogito» cartesiano: «Resiste, luego existe». La reacción desencadenada por la resistencia del mundo a las aspiraciones infinitas del yo parecía resolver así un serio conflicto intelectual que la sola razón no podía dirimir. Ortega popularizó esta idea en su conocida frase de que «nada aparece ante nosotros como realidad sino en la medida en que es indócil». No participo de este truco, ultimado por Heidegger, que invierte la carga de la prueba del mundo físico. Cuya realidad no necesita de una conciencia humana que pruebe la existencia del universo, antes y después de la del hombre sobre la Tierra. Otra cosa es que esta conciencia perciba la realidad tal como es o tal como parece. Cuestión impropia del mundo moral. Donde la libertad es libre elección y remoción del poder. Y si sólo lo parece, como en todas las formas de oligarquía, no es libertad política.

Cuando la resistencia organizada contra la dictadura se derritió como cera, al primer contacto con el calor palaciego que acogía la Reforma oligárquica de la Dictadura, quedó patente que aquel material fungible, y sin carácter moral, no se había forjado en las fraguas de la libertad, sino en las de la ambición depoder a cualquier precio. Pues allí no había, a la hora de la verdad, ni voluntad de libertad de resistencia, ni sentimiento instintivo del mínimo esfuerzo por la libertad de los otros. La libertad política naufragó en una catástrofe moral, pero no fue derrotada porque no hubo lucha ni resistencia. Ni siquiera la resistencia pasiva de decir NO a la invitación de participar en el simulacro de la Libertad. Unas libertades otorgadas desde el poder, dentro de los límites que aseguraban la continuidad del mismo tipo de dominación. Unas elecciones sin posibilidad de elegir la forma de Estado y de Gobierno, ni a los representantes del electorado.

Lo resistente volvió a entrar y vencer en su fuero insobornable: la resistencia personal contra el poder no elegido libremente y contra la falacia que lo sostiene como si fuera democrático.

 

LA RAZÓN. JUEVES 16 DE NOVIEMBRE DE 2000


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