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Oscuro

Resulta muy difícil de comprender que los terroristas tengan no sólo buena conciencia de sus acciones, sino alta opinión de sí mismos como personas. No pasa en la delincuencia común ni en el crimen organizado. Sólo es comparable a la autoestima, abonada de tanta consideración ajena, de esos conocidos personajes que ordenaron asesinar y torturar en nombre del Estado. Llamamos pues asesinos a los que otros consideran héroes. Y nos preguntamos cómo es posible que personas de fuertes sentimientos familiares sean capaces de mutilar a otras familias que no interfieren la vida de las suyas.

Los crímenes terroristas repugnan más que la producción de víctimas civiles en la retaguardia de la guerra, porque no hay reciprocidad en la fuente creadora de dolor. Pero el crimen antiterrorista los supera en perversidad, porque introduce la reciprocidad que le falta al terrorismo para convertirse en lo que desea ser: un fenómeno tan humano como la guerra. ETA padece estas leyes de la psicología social y, para no ser pura asesina, declara a lo español una guerra que, no siendo bilateral, carece del mecanismo de sedación del horror.

La guerra no elimina todos los sentimientos compasivos. Los limita al sufrimiento padecido en el propio bando. Con la paz, la anestesia de la compasión por el dolor del otro bando se desvanece de modo tan repentino como drogó al propio para llevar a cabo la matanza bélica con buena conciencia. Millones de conflictos a vida o muerte, hicieron sobrevivir a los cerebros tribales capaces de sentir, hacia el vecino, deseos alternativos de exterminio o de colaboración, en función de un interruptor colectivo. Se sabe que los ritos de guerra, las invocaciones de los sacerdotes y las danzas o paradas militares, cumplen esa función interruptora de la conciencia del mal que se inflige al bando rival. El valor de los héroes homéricos suponía un supremo desprecio a los sentimientos comunes de humanidad. El héroe tenía que ser tan inhumano como los dioses porque enfrente había otra parcialidad inhumana a la que vencer. Pero sin terror de Estado, sin guerra bilateral, el terrorismo no deja de ser una bandería carnicera, un bandidaje político, una banda armada sin bandera, una partida sin partido, un bandalaje de fantasía, un contrabando de muertes sin bando prohibitivo de vida a los contrabandistas.

En otros artículos he utilizado la expresión «banalidad del mal» en un sentido distinto, y más genuino, del que le dio Hannah Arendt en su informe sobre «Eichman in Jerusalem» (1958). Aunque banal sea lo insignificante, y lo rutinario haga banal lo que repite, no creo que la inconciencia de lo cruel provenga, en el terror de Estado y el terrorismo civil, de la insignificancia de la vida sacrificada o de la rutina burocrática del mal. Pues, lo insignificante, pese a su nadería en lo singular, nos impone su existencia abrumadora por doquier, y toda rutina comienza con una innovación. Sólo la locura osa eliminar la insignificancia.

En su origen etimológico, lo banal era lo propio de un bando, lo poco significativo en la persona singular porque era lo común al grupo. Lo significativo del judío para un nazi, como lo de un español para ETA, es la intrascendencia de su existencia material en tanto que obstáculo espiritual a la trascendencia de lo ario o lo vasco. Ese abismo sentimental ya no es cuantitativo, sino de orden existencial. Por ser españolas, las víctimas de ETA no existen antes de ser matadas. De ese desprecio olímpico a lo español deriva la banalidad del mal, en los atentados que ETA ejecuta con total inconciencia de la crueldad de sus acciones y plena consciencia de la grandeza de las reacciones. Cuanto mayor sea la reacción española a la nimiedad de lo que hace, mayor será el orgullo de ETA de atribuirlo a la grandeza de quien lo hace. Sentimiento infantil y primitivo. Fantasía de bandalaje tribal.

LA RAZÓN. LUNES 9 DE JULIO DE 2001

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