Claro
Oscuro
El fenómeno del terrorismo ha sido mal estudiado. El horror instintivo que producen los atentados sangrientos perpetrados en serie, vuelve las miradas atónitas del corazón hacia uno solo de los dos polos de la relación social llamada terrorismo. La acción aterradora se frustraría, y no se repetiría, si no contara de antemano con el concurso indefectible de la reacción aterrada en la sociedad que la sufre. La acción-reacción constitutiva del terrorismo está basada en las conocidas leyes de propagación del miedo colectivo. Concretamente, en la calculada desproporción que el terror necesita establecer, para devenir efectivo, entre los pocos damnificados por la acción terrífica y los muchos afectados por la reacción terrificada.
El factor activo del terror aumenta su potencia en la exacta dimensión que alcance su eco de miedo y de impotencia en el factor pasivo del binomio terrorista. Un binomio perversamente enlazado por la ignorante simpleza de la política antiterrorista. Un círculo vicioso, del terror al horror y del horror a la repetición del terror, que necesita ser atajado actuando con prontitud y pulcritud legal para desconectar ambos factores por sistema.
Y si es difícil de anular el factor activo de un grupo de fanáticos clandestinos, organizado como si fuera la guerrilla nacionalista de un mito liberador, en cambio sería fácil a todo gobierno honestado con la verdad y medianamente culto, pero inteligente, desmoralizar a los terroristas haciéndoles ver la escasa repercusión política y el poco efecto aterrador de sus acciones. O sea, reduciendo el factor pasivo del binomio funesto a lo mínimo inevitable, con libertad de información, en la parte inmensa de la población que no vive afectada, en sus intereses personales, por los sentimientos políticos encontrados ante el mito generador de la violencia terrorista. Pero la indecencia con la verdad, que caracteriza a todos los gobiernos no democráticos, su afán de diluir sus responsabilidades sobre seguridad ciudadana y su incontenible deseo de verse acompañado en el sentimiento de su impotencia, les hace agravar la magnitud del problema echando en los hombros de la sociedad la carga del terrorismo.
Los gobiernos que no logran cegar a corto o medio plazo las fuentes del terror terminan por convertirse, para encubrir su fracaso, en los primeros agentes de propagación del miedo. Lanzan a la población civil mensajes de impotencia; pierden los estribos cabalgando sobre jamelgos de éxito casuales; convocan imponentes manifestaciones de victimismo ante el verdugo; airean foros de paz sin estado de guerra; montan equívocos sentimientos de BASTA YA, como si estuviera justificado el sufrimiento anterior y ya no fuera útil proseguirlo, para que el mito liberador se realice por vía pacífica; hacen de las masas inmensos cónclaves ecoicos del mensaje terrorista; proclaman la inutilidad del terror ante la palabrera resistencia del NO NOS MOVERÁN y dejan que la imagen gubernamental se asocie lastimeramente con la teatralidad de una piedad funeraria; hacen héroes de la libertad a las víctimas de asesinato por la espalda, es decir, concede a los asesinos hasta el poder de otorgar honores de muerto en combate digno a quienes mueren sin dignidad, matados sin enterarse de nada como animales.
Ninguna voz se deja oír contra tan mortal imbecilidad. Los intelectuales engrasan la grosera barbarie de los gobiernos. El actual no siguió al menos la senda del anterior, que elevaba la reacción a terrorismo de Estado. Pero, como los anteriores, sigue sin percibir el distinto sentido que tiene el binomio terrorista dentro y fuera del País Vasco. Aún no sabe, por ejemplo, que allí puede ser prudente la movilización de la sociedad, a causa de sus efectos electorales, mientras que aquí es imprudencia temeraria. Alienta el ánimo aterrador de ETA y deprime a las masas ilusas en la impotencia.
LA RAZÓN. LUNES 11 DE JUNIO DE 2001