Claro

Oscuro

Siento simpatía por los libertinos de sí mismos. Adoro la libertad de los demás. Y detesto al libertino de la libertad. No por lo que tiene de excesivo, o le sobra de libertante, sino por lo que le falta de natural. Lo que se desarraiga de los instintos permanece lejos de la humanidad. En el terrorismo, la inhumanidad no es exclusiva de los aterradores. La brutalidad está en ellos. Pero la impiedad se anida en los «aterradistas» por sistema, en los granjeadores del drama, en los vividores del terror, en los que condenan los medios terroríficos y aprueban sus fines, en los «liberalísimos» libertinos que se declaran por la Independencia del País Vasco si una mayoría electoral lo decidiera.

Contra lo que cabría esperar, a esta categoría no se llega siendo muy liberal con la opinión de todos, sino reprimiendo la de muchos y despreciando las fuentes históricas del sentimiento nacional. La libertad de poder transluce en la prepotencia de la libertad de expresión. Concretamente, en los patronos de los dos diarios de mayor difusión, encadenados al auge de cada partido gubernamental.

Con el desparpajeante manejo de la opinión, llegan a tener más poder que el viático de los gobiernos y el permanente de los banqueros. El poder de disponer, mientras se enriquecen con el negocio de la libertad, de lo que, no siendo privativo de nadie, la historia mancomunó.

Un liberal no procura la libertad de dominio sobre cuerpos y almas de otros. A lo sumo, le basta con que le dejen hacer de su capa un sayo. Cuando traspasó esas fronteras y pudo actuar en lo público, el liberal se hizo librepensador o libertino, antes de que pudiera ser demócrata. Un gobernante liberal es hoy una ficción o un contrasentido. Los «liberalísimos» de la prensa son los libertinos de la libertad, los «libertadísimos» de todo lazo con el pasado, de toda dependencia con la verdad.

Los primeros desórdenes de la libertad republicana de 1931 introdujeron en la cultura popular la idea reaccionaria de que la libertad se confunde con el libertinaje. Al vulgo ignorante le encantan las frases tontas que parecen cultas. Y aún hoy no son pocos los que atribuyen a las libertades públicas otorgadas la introducción del desenfreno en las costumbres.

La degradación que sugiere la extensión del libertinaje en las ideas y creencias no vino de un exceso de libertades públicas, sino bien sea de su defecto, como fue el caso de los primeros libertinos (llamados «d esprit»), o bien de la falta de conexión de la libertad con la posibilidad de realizar ideales de vida superior, como es el caso de los actuales libertinos de la libertad. Para llegar a ser libertino «d esprit» se necesitan cualidades mentales y morales que los «liberalísimos» no tienen: pensamientos originales sobre la vida y voluntad de erosionar la hipocresía del consenso con el escándalo de su publicación.

España no tuvo libertinos librepensadores, como Inglaterra y Francia. No por azar se llamó por vez primera librepensador a un discípulo (Toland) del padre de la tolerancia, Locke. Salvo Miguel Servet, quemado por los calvinistas entre los «libertinos ginebrinos», aquí no conocimos el libertinaje espiritual. Tuvimos profesores en lugar de filósofos. Y ahora, cuando la tolerancia inherente a todas las oligarquías liberales suplanta al respeto exigido en la democracia, florecen estos nuevos libertinos de la libertad, predicando tolerancias al libertinaje con las patrias. Al son de sus empresas, chalanean con la vasca, como jugarán con la catalana o gallega, porque no respetan la española y fueron cómplices del patricidio de la Transición.

«La débauche» de su depravación cultural no tiene límites en el abuso de la libertad, en la «bouffe» atragantada de negocios, en la impúdica orgía de famas y premios, en el menaje a cuatro naciones. Libertinos de la libertad, empresarios de la impiedad.

LA RAZÓN. LUNES 18 DE JUNIO DE 2001

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