Claro
Oscuro
No suelo escribir sobre esos tantos asuntos anecdóticos o superfluos que, como si en ellos le fuera la vida o una parte sustancial de su ser, apasionan a la gente y son debatidos en los medios de comunicación. La única justificación que tendría ocuparse de ellos no proviene de la naturaleza intranscendente de un caso singularmente llamativo, sino de las oscuras motivaciones que le dan notoriedad y trascendencia ante la opinión pública. Si el gobierno, los partidos y el defensor del pueblo se creen obligados a pronunciarse, para prohibirlo o permitirlo, sobre el hecho de que una niña marroquí acuda al colegio con un pañuelo en la cabeza, debemos estar viviendo en una sociedad sin conflictos serios y en el mejor de los mundos posibles. Lo ridículo del asunto supera el patetismo con que se opina.
Como si fuera el pañuelo de Desdemona, aquí se discute sobre el chador de esa colegiala situando el caso en la antesala del crimen. Ni se tiene en cuenta el origen religioso de esa costumbre ni se respeta la libertad de quienes, en un país extranjero, desean seguir vistiendo de acuerdo con sus tradiciones, sin ofender el pudor de nadie. Los filósofos deberían saber que la experiencia confirma aquella famosa máxima de Bacon: un poco de filosofía inclina el espíritu del hombre hacia el ateísmo, y la profundidad filosófica trae de nuevo su espíritu a la religión.
Aunque la hondura de mi pensamiento no haya sido bastante para sacarme del ateísmo, siempre comprendí el sentido admirable de dos fenómenos universales: que el sentimiento religioso de la vida era, junto al que despierta el arte de la belleza, una de las dimensiones esenciales de la humanidad; y que las sociedades profesan distintas religiones por accidentes históricos tan profundos como los que motivan las diferencias en los idiomas que hablan. Tener otro mundo en que vivir sin los sinsabores y tragedias de la realidad social es tener una religión o un arte.
Respetemos el derecho de los inmigrantes a tener, en suelo extraño, el consuelo de su religión. No les pidamos racionalidades o indiscriminaciones que el catolicismo, como cualquier otra religión, tampoco puede ofrecer. Las religiones son muchas, la razón solamente una. Y no es precisamente razón lo que el sistema educativo español puede comunicar a nadie. ¿Acaso se ha olvidado que hasta ayer la mujer católica no podía entrar en una Iglesia sin un velo? ¿O la separación de sexos en la educación escolar?
Una familia árabe ha buscado su vida laboral entre nosotros. Se enfrenta a dificultades extraordinarias. Además de encontrar trabajo estable, ha de aprender nuestro idioma y nuestra escala de valores sociales. ¿En nombre de qué principio de razón podemos obligarla a que renuncie al conjunto mágico de sentimientos y preceptos ideales que constituyen su otro mundo de veracidad simbólica?
El pañuelo en la cabeza femenina es un signo de espiritualidad que discrimina mucho menos que las pelucas o peinados insólitos de esas jóvenes estrafalarias que asisten a los centros escolares con atuendos de identidad sectaria o agresivos uniformes de provocación. ¿Se atrevería el gobierno a prohibirles la entrada con esa facha o a obligarlas a vestir con discreción?
El feminismo, una poderosa corriente democrática cuando iguala el trato social, jurídico y político del hombre y la mujer, se convierte en una falacia cuando pretende convertirse en intérprete exclusivo de los derechos al aborto, la protección de la infancia, la no violencia doméstica o acoso sexual y la igualdad entre mujeres. Ningún principio democrático legitima que en nombre de la igualdad se obligue a esta niña árabe a retirar de su cabeza el pañuelo que la identifica como musulmana, ni a excluirla por ese motivo de ningún centro escolar.
LA RAZÓN. JUEVES 21 DE FEBRERO DE 2002