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A diferencia de lo que sucedía en tiempos del ingeniero Sorel, donde la huelga general era imaginada como el pistoletazo de salida de la revolución obrera contra el dominio del capital en el mercado de la producción, y por eso los sindicatos no la convocaban y los Estados la temían, en las actuales sociedades de consumo, consenso y asueto, el paro por un día de un país entero no puede tener más efectos económicos que los de una jornada de feria, ni otras consecuencias políticas que las que tendría una encuesta masiva de opinión. Para unos sindicatos financiados por el Estado no hay riesgo en convocarla, ni razón para temerla en unos empresarios pendientes de él.

La condición estatal de los convocantes garantiza que el paro por un día no pueda manifestar un conflicto irreconciliable de clases sociales, ni un desacuerdo de los gobernados con el Estado de partidos. Como peripecia interestatal, es un modo civilizado de mostrar, fuera de las urnas, que España no va bien con una mayoría electoral que decide por Decreto lo que debe ser objeto de consenso (pero la democracia no es consenso ni legislación decretada), a fin de que el Gobierno negocie con los funcionarios sindicales para darles mayor protagonismo social del que les correspondería por afiliación.

La falta de vocabulario adecuado a las nuevas realidades produce la ironía de que se sigan usando palabras nacidas de fenómenos sociales antes tremendos, para designar asuntos más o menos importantes, pero corrientes para el sistema de poder, que siempre se solventan a fin de cuentas con dinero de los contribuyentes. Lo que se puede comprar y vender nunca es revolucionario ni contestatario. Y los sindicatos, como los partidos, están comprados por el Estado, su verdadero patrón.

Así lo demostró la magnífica huelga ciudadana del 14-D contra la prepotencia corruptora del Gobierno socialista. A pesar de su extraordinario éxito, no tuvo consecuencias que se reflejaran fuera del Presupuesto. Los sindicatos se limitaron a pasar el platillo una vez terminado el insólito espectáculo político. El Estado de Partidos, contra lo que soñó Hegel en el Estado Ético, resuelve en su seno el conflicto social pintándolo de amarillo, haciéndolo estatal, corrompiéndolo.

Ahora, ni el Gobierno ni los Sindicatos querían romper el hábito del consenso. Las razones económicas carecen de entidad para arrastrar al paro a los ciudadanos que han de pagar la factura. Los funcionarios sindicales temen menos el fracaso de su lujosa convocatoria, que el Gobierno el éxito de la simbólica huelga. Pues la regulación por Decreto de los derechos de los parados, en vez de por una Ley debatida en las Cortes, ha dado el pretexto formal que necesitaban los partidos de la oposición para transformar una jornada de protesta laboral, por alteración de los derechos del desempleo, en un día de huelga general de carácter político. Único aspecto de la misma, dicho sea de paso, que la hace atractiva a la escasa conciencia democrática.

Todo los demás factores concurrentes en el día 20 de junio no traspasan los límites de lo pintoresco. La irritación del Gobierno sólo tiene las justificaciones subjetivas de la vanidad humillada en Sevilla. Allí no está en juego el patriotismo de los que esperan el éxito de la selección española en el campeonato del mundo, como ansiaron el de la Operación Triunfo en Eurovisión. Tampoco lo está el prestigio de España en una Europa desprestigiada con el crecimiento de la extrema derecha a causa del sistema de partidos estatales.

Es natural que la poca esperanza de los Sindicatos en el éxito de una huelga general les haya inducido a sonorizarla, con los altavoces andaluces de la tradicional contestación agrícola y la moderna sonata antiglobalizadora contra el creciente dominio de las empresas multinacionales sobre los Gobiernos.

LA RAZÓN. JUEVES 30 DE MAYO DE 2002

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