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Segunda parte. LOS ENMASCARADOS
Reflexiones políticas y morales sobre la falsa epidemia

Cuando en el invierno de 2020 la Organización Mundial de la Salud declaró la existencia de una epidemia provocada por un agente patógeno nuevo, los gobernantes españoles se apresuraron a decretar un conjunto de medidas privativas de derechos, incluidos algunos fundamentales, con la excusa de evitar su propagación.

Estas disposiciones incluían el confinamiento domiciliario de la población; el control de la circulación de vehículos y personas; la prohibición parcial del ejercicio industrial y profesional; el cierre arbitrario de establecimientos de comercio, hostelería y recreo; la merma caprichosa de algunos servicios públicos; la interrupción de la actividad docente; la limitación de aforo, incluso en espacios naturales, y la implementación de protocolos aberrantes en el acceso a la atención médica. Posteriormente, ya avanzada la primavera, un real decreto ley insta el uso de máscara.

Estas normas, decretos o protocolos, conllevan la comisión de dos gravísimos fraudes: uno de ley y otro contra la salud pública. Atentan contra la legislación vigente, ya que la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, ordena en su capítulo primero, artículo primero, punto uno, que “Procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes“. Al no darse esta circunstancia, toda discusión jurídica posterior carece de sentido, pues siempre será deudora de ella. Esta acción gubernamental, apoyada de forma unánime en el Congreso, deja en evidencia la arbitrariedad del Régimen español, que ni siquiera se atiene a su propio ordenamiento. Y dado que las medidas adoptadas son ajenas a la medicina preventiva, serían inadecuadas y contraproducentes aun en el caso de existir un problema de salud pública.

Entonces, ¿cuál es el verdadero motivo para la realización de estas barbaridades? ¿Es económico? Sin duda no se puede obviar la enorme cuantía de la estafa realizada a cuenta del falso tratamiento preventivo contra una enfermedad inexistente. También convendría conocer como fueron repartidos los miles de decenas de millones de euros del crédito extraordinario de los fondos creados con el Real Decreto Ley 22/2020.

No obstante, y en contra de una creencia desgraciadamente extendida, la economía siempre está supeditada a la política, que es el ejercicio del poder. Todas las acciones de gobierno durante estos casi dos años fueron concebidas con el fin de incrementar el poder del Estado para subyugar al pueblo español: restricciones de derechos, creación de miedo pánico, procura de ruinas, desmoralización de funcionarios y una generalizada enajenación de la sensatez que lleva a los gobernados a aceptar como naturales las mayores locuras concebidas por los gobernantes. Estos, amedrentados por el estado de putrefacción en que se encuentra el Régimen después de más de cuarenta años de corrupción ininterrumpida, se revuelven violentamente con el instinto animal de quien pretende conservar el dominio de un territorio. He ahí la causa de que algunos de sus tiránicos edictos sean comparables a los de las más crueles autocracias.

Pero, si en España no hay una dictadura gobernando, ¿Cómo es posible llevar a término este delirio colectivo?

El Estado monárquico español está gobernado por una oligarquía. A diferencia de la dictadura, donde el poder es ejercido mediante la fuerza, aquí se sustenta en el consenso de los gobernantes, la confusión creada por los pregoneros y la anuencia de los gobernados.

De modo análogo a votar como si hubiera democracia, el pueblo español se dedica mayoritariamente a obedecer los bandos gubernamentales como si fuesen prescripciones médicas, incluso aunque sean legalmente insostenibles y perjudiquen su salud.

¿Quién puede perseverar en el intento de sostener las mentiras de la versión oficial, cuando el paso del tiempo y la experiencia cotidiana han dejado en evidencia su falsedad? ¿Quién porfía en que, para sanos y enfermos, la negligencia de los tratamientos, la demora o suspensión de la atención, las extravagancias protocolarias, la privación de abrigo e higiene y la realización de pruebas no prescritas por los profesionales de la medicina son eficaces para la conservación de la salud?

Los corrompidos, los idiotas y los cobardes.

Los primeros aceptarán cualquier consigna que provenga del gobierno, aunque atente contra su dignidad e incluso contra su integridad física. Con el fin de conservar unos privilegios miserables mancillarán su honor para siempre.

Los segundos, o bien padecen una deficiencia intelectual que les dificulta el discernimiento, o bien están trastornados por la situación sobrevenida, una prolongada histeria colectiva que arrastra a la masa a una conducta propia de los estados de psicosis.

Los terceros, a estas alturas el grupo más numeroso, tienen miedo. Pero tener miedo es natural, un instinto de activar la guardia ante un peligro real o imaginado. Lo moralmente censurable es el deshonor, la consciencia de la propia inmoralidad acompañada de la debilidad que incapacita para enfrentarla. Declararán que temen enfermar o morir; ser multados, golpeados o detenidos por la policía; ser privados de su sustento, y no ser atendidos en ningún establecimiento público. Cínica conducta para ocultar el miedo principal: el miedo a no ser como los demás, como la mayoría. Es el instinto atávico de que la supervivencia es más probable dentro de la grey incluso cuando se encamina hacia un abismo. Es la versión actual de aquella encomienda o consejo con que se advertía antaño a los jóvenes de los peligros de manifestar libre y públicamente los pensamientos o preferencias: <<Hijo, tú no te signifiques>>. ¿No es acaso una prueba de que transcurridos casi cien años sigue sin haber libertad en España? ¿No son herederos de aquellos dictadores los tiranos actuales?

De entre las nuevas costumbres adoptadas como normales por el uso del vulgo, las dos peores, por su importancia simbólica, son las colas callejeras y los rostros enmascarados. En ambas se manifiesta impúdicamente la obediencia indebida.

Quien aguarda a la intemperie una atención que le corresponde por derecho o la realización de un servicio al que es acreedor por abono, en realidad está diciendo: ¡Oh, Estado, tú eres mi provisión, haré todo lo necesario para complacerte y así quiero manifestarlo públicamente!

Quien lleva su rostro embozado, en cualquier cultura, en toda la historia de la humanidad, porta el mayor símbolo de sometimiento inventado por la astucia de los odiadores de la libertad; hacerlo voluntariamente es la locura más grande de todos los tiempos. El Estado (que coacciona su uso, pero no lo impone) está diciendo: sin mi permiso no puedes hablar (manifestarte), ni comer (sobrevivir), ni morder (pelear contra mí), el enmascarado le contesta: sí, lo acepto.

Para dar credibilidad a esta farsa no es suficiente con la corrupción sistémica, la colaboración judicial, la coacción policial, la cooperación funcionaria, la propaganda mediática y el quebrantamiento del juramento hipocrático. Se requiere algo mucho más importante: la adhesión o sumisión de nuestro pueblo a un poder ostentado sin autoridad. El consentimiento nacional, por desconocimiento o inacción, es la piedra angular que impide el derrumbe de la tiranía del Estado.

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