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Artículo aparecido originalmente EL INDEPENDIENTE en septiembre de 1989

Lo propio de la oligocracia de partidos es el reparto proporcional del poder en beneficio de la clase política, según las cuotas atribuidas a cada lista por los electores. Lo propio de la democracia es la separación y equilibrio de poderes, para que uno frene a otro, evitando el abuso y la corrupción en beneficio de los derechos del ciudadano y de la sociedad civil. Lo característico del régimen oligocrático es el gobierno de coalición sin control parlamentario. Lo que distingue al sistema democrático es el gobierno de mayoría absoluta, bajo control de comisiones del poder legislativo.

Cuando en un régimen oligárquico de partidos se produce la anomalía no prevista en la Constitución, de que uno de ellos alcanza la mayoría absoluta, como sucedió en España tras el 23-F, todo el poder ejecutivo, legislativo, judicial, financiero y funcionarial del Estado es acaparado, sin control, por un solo partido. El abuso de poder y la corrupción política, inherentes al régimen oligocrático, dejan de ser relativos, es decir, limitados por la necesidad de su reparto, y se convierten en absolutos.

Los partidos de oposición tratan de evitar la mayoría absoluta del partido ministerial por un doble motivo. Para transformar altruistamente la condición absoluta del abuso de poder en relativa y para participar egoístamente en un abuso limitado a los méritos electorales de cada uno. Con mayoría absoluta se abusará absolutamente. Con mayoría relativa se abusará relativamente. Y es preferible la corrupción relativa a la absoluta.

Lo imposible, en este régimen oligocrático, es suprimir o evitar absolutamente el abuso de poder y la corrupción política. Las comisiones parlamentarias, los consejos de administración de los entes públicos, la distribución de espacios en los “medios”, la constitución del poder judicial y financiero y la ocupación de los cargos públicos, técnicos y burocráticos en el Estado y en las empresas públicas reproducen mecánicamente la misma proporción, la misma relación de fuerza oligárquica surgida del acto electoral. Ningún poder se controla a sí mismo. El poder indiviso, tanto si es administrado por un solo partido como si lo es por varios, no es controlable.

Ni Montesquieu ha muerto, ni la división y separación de poderes es particularidad del carácter o del pensamiento político anglosajón. Francisco Miranda, que murió en una prisión de Cádiz (1816), escribió en 1794 lo que después la historia no ha hecho más que confirmar: “El pueblo no será soberano si uno de los poderes constituidos (el ejecutivo) no emana inmediatamente de él y no habrá independencia (entre los poderes) si uno de ellos fuera el creador del otro. Dad al cuerpo legislativo, por ejemplo, el derecho de nombrar a los miembros del poder ejecutivo y no existirá ya Libertad política. Si nombra a los jueces no habrá libertad civil”.

El pensamiento socialista también ha participado en el combate contra la oligocracia de partidos. El presidente del Gobierno francés, Leon Blum, que redactó su ensayo “A escala humana” (1941) en una prisión alemana, expresó su inclinación hacia los sistemas de tipo americano o suizo, “que se fundan sobre la separación y equilibrio de poderes” y que tienen “además el gran mérito de sustituir la noción real de control a la noción un poco ilusoria de responsabilidad”.

En resumen, la mayoría absoluta es buena en la democracia y mala en la oligocracia. Y en este asunto cuenta muy poco la mayor o menor capacidad de gobierno de un solo partido o de una coalición. Desde el final de la guerra civil ningún pueblo europeo, salvo tal vez el alemán, ha demostrado más “gobernabilidad” que el español.

La tentación de reducir la política a uno solo de sus ingredientes ha estado presente siempre que la ciencia ha preponderado sobre la ideología dominante, en crisis. Sucedió al final de la monarquía absoluta con la fisiocracia de la producción agrícola de Turgot. Sucedió al final napoleónico de la Revolución con el “sansimonismo” de la producción industrial. Sucedió al final de la revolución de la comuna del 71 con la economía estatal del marxismo. Sucedió al final del liberalismo con el keynesismo de la economía de desarrollo. Y sucedió al final del crecimiento antiecológico, con la economía financiera de Chicago.

Los renegados del socialismo están dando el paso definitivo a la simpleza, en esta vía reduccionista de la política, haciendo con Saint-Simon lo que Marx hizo con Hegel. Han puesto del revés la relación producción-consumo. Desde que ocupan el Gobierno y el Estado no cesan de reducir “lo político” y de aumentar en el mismo grado el dogmatismo científico de su tratamiento. Han reducido la política a economía política y ésta a teoría de la demanda, reducida a su vez a teoría del consumo, concebido restrictivamente como gasto, para legitimar el déficit público. De esta forma “lo económico” se reduce a “lo financiero” y los instrumentos de la acción política se limitan dogmáticamente al impuesto y a la circulación monetaria.

En consecuencia, el banco emisor dicta toda la política del Gobierno. Los impuestos no se calculan en función de los servicios prestados por el Estado o de la capacidad productiva de la sociedad civil, sino en función de la masa de dinero y crédito puesto en circulación. Si la nación, compuesta de Estado y de sociedad, gasta más de lo producido, entonces el Banco de España hace el ajuste de financiar el aumento del déficit público del Estado con la reducción del consumo privado de la sociedad. El Gobierno asume hacia la sociedad civil la tarea de convencerla, o amenazarla, de que el Estado debe continuar su marcha triunfal por la ruta del déficit.

Bajo esta perspectiva, la política deja de ser una vocación general, para la que se vive mal, y se convierte en una especialidad profesional de la que se vive bien. La profesión política se alimenta de dos clases de expertos. Los técnicos en circulación monetaria, estadística, contabilidad, presupuestos, que se renuevan en los propios centros de formación profesional bajo la tutela de los mandarines permanentes del Banco de España, del Ministerio de Hacienda, del Instituto Nacional de Estadística y de los servicios de estudio de las grandes instituciones financieras, y los comunicadores con el mercado electoral, que se renuevan por cooptación entre los dirigentes de los partidos políticos. Los primeros cocinan las recetas de los programas. Los segundos las venden en el mercado político. La principal ventaja del partido ministerial no está tanto en el uso privilegiado de la televisión como en que sus recetas culinarias ofrecen más garantías de digestión por estar elaboradas con informaciones del Estado que no tiene la sociedad civil.

Desde el momento en que la política se ha convertido en una profesión ya no merece más consideración y respeto que cualquier otra. Si un político habla desde el Gobierno no se le puede creer. Habla de su oficio. Pero con la extraña pretensión de que se le preste atención, comodidad y sitio, a costa de la incomodidad y estrechez de los oficios productivos de la sociedad civil, que cuando menos merecen tanta atención como el suyo.

Como escribía el filósofo Alain (1923), el automovilista apresurado que economiza su freno comprende mal lo que hace una manada de gansos en la carretera, “pero los gansos van a su comida y a su charca”. Lo mismo sucede al gobernante que sigue su ruta y le extraña que los gansos no se alineen para admirar lo bien que rueda el carro del Estado. “Se necesitan gansos, lo concedo, dice el hombre de Estado, pero allí donde yo quiero que estén y no donde ellos quieran estar”. Este discurso jamás ha convencido a los gansos, pero con él el PSOE ha persuadido varias veces a los españoles.

Los ciudadanos del 14 de diciembre y los sindicatos, como verdaderos gansos, se resisten a dejar libre la carretera, marginándose en los arcenes, y a engrosar las colas contemplativas de la destreza del hombre que conduce el Gobierno del déficit público y del paro, por la ruta del Estado, hacia un páramo donde el consumo estará más reducido que la propia política.

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