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Según la estimación de Estados Unidos hay organizaciones terroristas en sesenta naciones del mundo. Casi la mitad de los Estados de la ONU. Los más viejos Estados de Europa figuran en esa lista negra junto a naciones sin Estado, como Palestina. La extensión de la moderna versión de acción directa y terrorífica no es fenómeno correlativo al de la expansión de las libertades públicas, tras la caída del telón de acero, como desean creer los nostálgicos del orden a toda costa. La mayoría de los movimientos terroristas nacieron bajo sistemas dictatoriales, y la noción de orden público en las democracias liberales, salvo en el habeas corpus y la proporcionalidad punitiva, que empiezan a tambalearse con los delitos de terror, no difiere del orden público de los Estados militares o de un solo partido.

La declaración de guerra al terrorismo hay que entenderla en este contexto, no como actos bélicos contra las naciones que lo padecen y lo combaten, sino como lucha armada internacional contra las agencias de terror que operan fuera de las fronteras del país de origen, y castigo militar a las regiones donde se albergan. La palabra guerra está usada en sentido metafórico, al modo como se habla de guerra al narcotráfico, para indicar un cambio drástico en determinación y voluntad política de vencer al terror, tanto dentro como fuera de Estados Unidos, aunque sin entrar en el análisis y disolución de las causas que lo convierten en terrorismo. Por eso, el gobierno federal ha distinguido entre su tarea inmediata, la persecución y punición de los responsables del 11 de septiembre allí donde se encuentren, y la empresa de larga duración, el combate contra lo que, sin ese análisis, no pueden ser más que efectos del terrorismo. La manera de tratar la cuestión inmediata puede aligerar o agravar el problema de fondo, disminuir o acentuar las causas políticas y raciales o religiosas del terrorismo internacional.

De momento parece que los Estados Unidos son reacios a actuar militarmente contra Afganistán, sin la cobertura de un frente musulmán antiterrorista que integre a sus aliados tradicionales (Egipto, Arabia Saudí, Emiratos) junto con la aterrada Autoridad Palestina. El problema es doble. Israel no tolera tan hipócrita falsificación de la causa antiterrorista y quedaría al margen de la acción militar. La clase dirigente de esas naciones musulmanas teme la reacción del integrismo latente y la reactivación furiosa del terror dentro de sus fronteras.

Los ejemplos de Pakistán, con masas en la calle contra su gobierno por ser mensajero del ultimátum de Estados Unidos a Afganistán, y de las manifestaciones de júbilo en Palestina por el atentado, se toman como presagio de lo que sucederá en las naciones árabes que se involucren en ataques bélicos a un régimen musulmán. La guerra del Golfo no sirve de precedente porque en ella no estuvo en juego la cuestión religiosa. Incluso en el Estado laico turco, miembro de la OTAN (que no es una nación árabe), la masa abucheó el minuto de silencio por las víctimas que, en Estambul, precedió el partido de fútbol con el Barcelona.

Desde la guerra de Octavio contra Marco Antonio, que decidió el apogeo de Occidente, no se había vuelto a ver en la historia el despliegue militar de un imperio para capturar un solo hombre. Ben Laden sentirá arder en sus entrañas místicas aquel terrible verso del poeta maldito: «Me he armado contra la justicia. He huido. Brujas, miseria, odio, a vosotros he confiado mi tesoro» (Rimbaud). Los que aceptan la justicia de las armas quieren la destrucción de los pueblos. Guerras civiles y fronterizas en la zona caliente no serán justas ni santas. El terrorismo encuentra en la guerra su sentido nacional. Y la intervención militar de los Estados Unidos se la puede servir en bandejas de plomo.

LA RAZÓN. JUEVES 20 DE SEPTIEMBRE DE 2001

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