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El pasado y racionalista siglo XX, un siglo desgraciada y mundialmente europeo, el de mayor avance tecnológico, ha sido también el más inhumano, homicida, belicista, belicoso y políticamente mentiroso de la Historia. Presentándose como prometedor principio de vida nueva, ha estado a punto de convertirse, con la devastadora potencia atómica en manos del Poder, en un inesperado final de muerte añeja. Y la amenaza sigue en pie, tanto de aniquilación física como, especialmente, psíquica y anímica ante las cada vez más sutiles y potentes armas del Poder.

La Paz interior en una Comunidad Política sólo puede ser producto de una Libertad conscientemente vivida, sentida y disfrutada por cada espiritual ser personal («esse») que, en medio del espiritual seno común, «está siendo». Es decir, está viviendo o personificándose (cosa que no puede ocurrir en el privado y «psiquista» discurrir del «estar haciendo», o sea, en aislada e individual supervivencia animal). La Libertad es, en justa equidad, aquello que de común tiene la Comunidad Política, por tanto, la Libertad sólo puede llegar a ser o existir en el campo interpersonal («Inter-esse») de lo colectivo; la Libertad, en definitiva, para ser estricta y afirmativamente humana, ha de ser Política. Y, a su vez, la Política, en rigor, sólo debe llamarse así si su razón de ser es la Libertad colectiva y su producto la Paz. Por tanto: LIBERTAD-Inter-esse-POLÍTICA-Inter-esse-PAZ. Así, el Inter-esse resulta ser la razón (fracción o relación) Libertad/Política y la razón Política/Paz. Esa razón «esse-ncial», no puede ser inductiva ni deductiva, ni analítica ni sintética sino, directa y espiritualmente afirmativa de cada ser presente y personal («esse»): de cada ser «pr-esse-ncial». Esa razón es el SÍ afirmativo de cada «esse», es un acto de Amor a esa Verdad afirmada, es el Amor inter-personal, es el propio «Inter-esse» que adquiere, así, autenticidad entre los «autós» («esse»-autores) que devienen, a su vez, espiritualmente auténticos, en Libertad. La Libertad en la compañía de la Comunidad no requiere autos de fe involuntaria («psiquistas»), sino actos de Amor voluntario (espirituales), nada más; nada menos.

Siguiendo lo anterior, debemos preguntarnos: ¿cómo es que, partiendo de la fuente «liberalizante» de la Revolución Francesa, el «ilustrado» y transparente río europeo se ha convertido en un opaco río sangrante?  Sencillamente: el siglo XX ha sido fruto de miles de juicios y de millares de mentiras, no de millones de semillas de Amor y de Verdad; no ha sido cabeza, sino cola de serpiente. ¿Dónde están las múltiples cabezas de una cola que, con su sonoro cascabel, continuamente amenaza con que una cornuda testuz venenosa se revuelva para picar otra vez?

Una de las cabezas ha sido (está siendo) la «psiquista» soberbia racional; una egolatría posesiva, ambiciosa y debilitante, que, generalizada, convierte al «esse» en esclavo de intereses cuyo control continuamente se le escapa. Un ciego egoísmo que reniega del Espíritu y que reprime o se avergüenza de sus sanas emociones y de todos los valores de autenticidad personal que de él se derivan. El Espíritu está hecho y se nutre de Amor y de Verdad; y de su amable combinación: humildad. Ese Espíritu convierte a la mental Psique animal en auténtica, singular y personal belleza moral. Su rechazo convierte al colectivo multipersonal en normalizada multitud de un solo tipo: el manipulable cuasi-loco normal que, aterrado por la solitud de no ser jamás distinguido, exhala para compensar un flamígero, postizo y vicioso orgullo invertido.

¿Cuándo y dónde se disparó en la moderna Europa, de manera expresa y explícita, la primera, soberbia y «psiquista» flecha filosófica que fue a parar al corazón espiritual de las personas? Se disparó desde la ante-revolucionaria Francia. La madre del metódico arquero falleció poco más de un año después de nacer él, el 31 de marzo 1.596. El flechero se llamaba René Descartes y se educó en el colegio jesuita de la comuna de La Flèche (La Flecha). Ansioso de firmeza y precisión en sus razonamientos, buscó una sólida verdad en que cimentarlos y anclar ahí su larga y pesada cadena racional. Según nos cuenta el amigo René, encontró ese preciado tesoro en sí mismo: “Je pense donc je suis” («pienso luego existo»; “Discurso del método”, 1.637).

Pues bien, esa afirmación deductiva (al estilo de «libertad individual» en el terreno político), además de rotundamente egocéntrica y pretenciosa, es radicalmente falsa. Ninguna persona en este mundo ha podido, ni podrá jamás, afirmarse a sí mismo, salvo que sea capaz, como el ficticio Barón de Münchhausen, de salir del oscuro pozo de su «YO» tirando de sus propios cabellos. Las personas estamos tan inconsciente, tan necesaria y tan maravillosamente arropados de protección, de cuidados, de amor, de continua, sutil y valiosa afirmación inter-personal transitiva, ya desde nuestra misma concepción, que, olímpicamente, nos olvidamos de que, si no fuera por tales insistentes confirmaciones, no sabríamos si existimos, si somos, si estamos, ni lo que somos ni, mucho menos, quiénes somos. Esa falsa afirmación, al prescindir de los demás (del «Inter-esse» en el que vivimos, nos movemos y existimos) nos obliga a repetir que “el pensa—miento, sin «Inter-esse» (Inter-amor), como su simbólica palabra dice, comienza a mentir nada más empezar”.

Esa deducción de Descartes (considerado padre del pensamiento moderno, del moderno racionalismo, del mecanicismo, de la geometría analítica y, por decirlo así, de la adúltera «matematización» o espurio cientifismo de la Filosofía), digo, esa afirmación, literal e idealmente, expulsa al flechero, como por reacción o retroceso al lanzamiento de la formidable flecha, no sólo de La Flèche, de París, de Francia y de Europa, sino del Mundo y del Universo entero. Y, tras abandonar el Universo, el gran pensador se sienta. Se sienta como en una Teo-cátedra, como en el trono del Uno, como en el sillón Único y Divino de su Ego: “me como el Universo”, piensa, “todo lo que escriba, sentado en mi «Yoica Poltrona», se convertirá en ley universal, purificada como está en el escritorio de mi Divina Razón; mi escrito es ofertorio de mi divina comadrona.”

Pues bien, este articulista, a lomos, como Sancho, de un humilde jumento, considera esa inicial falsedad como la Mayor Mentira de la Modernidad, como el peor de los peores juramentos: un preconcebido y vicioso retruécano ideológico para dar validez invertida a todo lo que pretende concatenar. Una calumnia metalógica con la que comenzó a arrastrase la rastrera cadena de la Filosofía ideológica. “Psicología literaria”, le llamó dulcemente Santayana; “psiquista catenaria” le llamo yo.

Ante tal rebuzno, este articulista, sabiendo que ese caballeril avance juramentado es inicio de asnal propósito de progreso regresado, junto a su amigo Sancho, se va sin miramiento en dirección opuesta, desmintiendo con su opósito aquel invertido propósito:

– Amigo Sancho, ¿cómo es que en contrario sentido nos conduces?.

– Mire, vuesa merced, ya hoy día sabemos dónde conduce ese perro camino: al tiempo canino en que los hombres, sintiéndose enemigos, a un perro tomarán por el mejor de los amigos.

– Pero Sancho, buen amigo, tengo para mí que ese perro gozque es tan ladrador como pequeño, aunque sea malandrín.

– Mire, mi señor, ándese con cuidado, a ese gozque lo quería bien atado hasta San Agustín. ¡Arre, mi buen Rucio, arre burro!

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