Claro

Oscuro

Los partidarios de las libertades cívicas han aumentado tanto, de modo tan abrumadoramente repentino, que los otrora portavoces de la libertad política parecemos relicarios del resentimiento personal o estafermos de un idealismo trasnochado. Decir que esto no es la democracia política; que los ciudadanos no designan ni revocan a sus gobiernos; que no eligen a sus representantes; que el ejecutivo controla al legislativo; que el subpoder judicial no es independiente; que los medios informativos son fabulosos negocios de fabulosas propagandas partidistas; que los partidos, únicos actores de la política, no pueden tener vida democrática; que las Autonomías culturales destrozan la cultura universal; que los nacionalismos son propensos a la violencia; que los españoles no hemos elegido la forma de Estado ni la de Gobierno; que no hay derecho a la autodeterminación del País Vasco o Cataluña; que la corrupción y la mentira son los principales factores de gobierno en toda Europa; decir, en suma, que no hay el menor vestigio de amor a la verdad y al espíritu público en la clase dirigente, es lanzar grandes peñascos en las estancadas aguas del consenso: las ondas concéntricas de las verdades irrefutables, y las del pasado idealismo moral, ahogan la buena conciencia del medro presente.

Para pensar bien de sí mismos, y creer en la consistencia de su situación, los «realistas» necesitan pensar mal de los pocos que aún persistimos en proseguir el ideal por ellos abandonado. Como no pueden concebir lo que no son capaces de sentir o de imaginar, atribuyen mezquinamente esa persistencia en el ideal al supuesto resentimiento del fracaso en las ambiciones o, generosamente, al infantilismo de la utopía en las ilusiones. Para no confesar la falta de lealtad al ideal que acariciaron y abandonaron, como a novia de juventud que se deja por un matrimonio de conveniencia, se remiten a la villana prueba de su triunfo personal y a su torpe inteligencia de la realidad. Confiesan así que, hasta su entrada en Palacio, no rectificaron el error substancial de sus anteriores vocaciones de oposición a todo tipo de régimen que no estuviera basado, de abajo arriba, en la libertad política. Es decir, al tachamos de ilusos o resentidos, están reconociendo que ellos tardaron tanto en hacer carrera pública, que era la ambición de sus vidas, a causa de su infantil fidelidad a los ideales. Al condenarlos, condenan lo mejor de su pasado.

Por lo visto en la Monarquía del consenso, no hay experiencia de bajeza política que, saliendo de otra peor, no logre borrar los ideales de libertad que se forjaron en la oposición de la tiranía, con materiales tan inconsistentes como los suministrados por los delirios de la ambición de partido y las pesadillas del temor a la represión. Era efectivamente una utopía creer que se podría conquistar la libertad política, y construir la democracia, con el material humano salido de una oposición tan blanda ante la dictadura feneciente, tan anacrónica en la visión del Estado y tan inculta en la comprensión de la sociedad actual. Ese fue mi gran error. Lo confieso con vergüenza y sin tapujos. La Junta Democrática, favorecida por las condiciones objetivas para la libertad, no tuvo dirigentes a la altura del proyecto. Salvo en un partido de la izquierda comunista, notable por la cultura de sus tres dirigentes, faltó inteligencia, imaginación, coraje y voluntad en los grandes personajes de partido. Incluso Tierno, dominado por el pavor ante el peligro y por la vanidad de verse ascendido a la cúspide social, no salió de la vulgar mediocridad en sus análisis del poder y la política, sino para entrar en la malevolencia de su ironía. Lo único digno, en aquella memorable experiencia de su libertad en la clandestinidad, fue la decisión y entusiasmo de las bases ciudadanas del movimiento democrático. De ellas viene la poca libertad política que hoy tenemos. Y eso convierte en histórico e imperdonable mi error personal.

LA RAZÓN. LUNES 3 DE MAYO DE 1999


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