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La tesis oficial de que todos los terrorismos son iguales es insostenible. No puede ser igual lo que a todas luces produce distintos efectos. El que asesina por chantaje a otros tiene unas limitaciones en su inhumanidad que no conoce quien lo hace movido por la venganza. Y una cosa es el miedo individual ante amenazas discriminadas dotadas de sentido aunque sea perverso, y otra el terror pánico a males imprevisibles o incontrolables. Las tres muertes por inhalación de esporas de ántrax enviadas por correo, y el contagio de trece personas, están causando una perturbación más extensa y profunda que la ocasionada con las miles de muertes el 11 de septiembre. El terror alcanza su máxima potencia cuando, siendo ocasional, produce los efectos sociales de una epidemia inatajable. Este es el caso del terrorismo esporádico que padece EEUU. Los tipos de terrorismo se distinguían antes por sus causas y sus fines, a partir de ahora habrá que hacerlo también por el grado de crueldad en la honda expansiva de su efecto calamitoso. El pánico enloquece a la humanidad como el miedo atonta a las personas. Y la inhumanidad se manifiesta en escalas negras de pánico, donde cada escalón de horror prepara el descenso a otro más espantoso.

Para distinguir a los distintos tipos de terrorismo se suele usar con preferencia el criterio de la diversidad de su origen o de su propósito. Se habla de terrorismo religioso, anarquista, mafioso, nacionalista, reivindicativo, justiciero, vindicativo, económico. De este modo, las expresiones «terrorismo irlandés, argelino, palestino, curdo o vasco» no quieren significar que esos pueblos sean terroristas, pero califican sin equívocos el tipo de terrorismo que cada uno ha incubado. A todos ellos ha dejado en suaves mantillas el «terrorismo esporádico» del terror islámico. La voz esporádico deriva de espora. Antes que casual, en español se refiere a la «enfermedad que ataca a uno o varios individuos en cualquier tiempo o lugar y que no tiene carácter epidémico o endémico». Me parece, pues, término adecuado para calificar a las variantes del terror causado mediante agentes biológicos, químicos o radioactivos.

Conozco las reticencias contra el empleo de expresiones como «terrorismo vasco» o «terrorismo islámico». Pero la violencia de ETA o la de Al Qaida no deja de ser vasca o islámica por el hecho de que sean el modo de expresión política de una minoría radical del vasquismo o del islamismo. Tal vez sería más apropiado hablar de terror vasquista o islamista. Pero también sería injusto para los vasquistas o los islamistas que no son terroristas. No hay objeciones serias para seguir usando estas expresiones, que en modo alguno pueden ser denigrantes para los pueblos que padecen terrorismo endógeno. Si la grandeza de las religiones se mide por la del terror que les dio origen, hemos de reconocer que Alá es grande. El terror islámico ha superado al de Yahvé. Un dios que tenía la santa costumbre de aterrorizar al pueblo israelita dando a sus enemigos el poder de castigarlo o exterminarlo.

El terror esporádico no es nuevo. Azotó a la humanidad en todas las épocas de su historia. Las reglas griegas de la guerra prohibían envenenar el agua de las ciudades. La peste medieval se usó como amenaza a los enemigos, temerosos de recibir cosas contagiadas o cadáveres. Hasta los piratas respetaban los barcos donde ondeaba la alarmante bandera de la epidemia. Los caramelos envenenados ha sido tema recurrente en la propaganda que precede o acompaña al conflicto bélico. Nada tiene de raro que resurja con leyendas de envenenamiento de los alimentos caídos desde el cielo, como el bíblico maná sobre los desiertos de Afganistán.

La tecnología puesta al servicio del terrorismo esporádico se moderniza al compás de la civilización. Pero el alma primitiva de la cultura que lo legitima permanece invariable.

LA RAZÓN. LUNES 29 DE OCTUBRE DE 2001

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