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El Banco de España no puede afirmar, sin esparcir a cuatro vientos las esporas del pánico, que el consumo de los recursos propios de Banesto «implica un gravísimo riesgo para el sistema financiero, el sistema general de pagos, la economía española e incluso para sus relaciones internacionales». Aparte de que esto no es verdad (si lo fuera no se proclamaría) la causa legal de la intervención no necesitaba ir acompañada de una invitación a la desconfianza general en el sistema, de un alarmante toque de rebato a la comunidad bancaria para sofocar el incendio con las bombas financieras del Estado. Esta superflua exageración ha dado cauce a una pasión desmesurada. Y la frialdad de las cifras no mitiga el calor político que desprende el acta de intervención. La soberbia del poder, si no es democrático, necesita humillar la disidencia para que su peana de reputación se menoscabe. La coherencia íntima de este sentimiento gremial ha producido la incoherencia externa de la oligarquía bancaria: asumir, como propia, la desmesura catastrofista de la autoridad monetaria y oponerse, como ajena, a que tal disuasión al capital extranjero la haga, en grado menor, la convocatoria cívica del día 27.

Nadie con sano sentido de responsabilidad puede abonar, con opiniones partidarias, la desconfianza levantada por la autoridad monetaria y la propia banca sobre el sistema bancario. Como hacen los que propagan la versión oficial.

Para impedir el pánico de los depositantes, que cualquier rumor absurdo puede desencadenar, es preciso decir sin miedo la verdad. Porque la causa del peligro no esta en la crisis económica de Banesto, ni en la necesidad legal de su intervención estatal. Sino en la forma alarmista y desconsiderada de llevarla a cabo, con desprecio al prestigioso capital extranjero comprometido y a la libre competencia en el sector. Por eso, efectuado ya el desembarco de los hombres del Vizcaya (elegidos por el Presidente del BBV, y no por el Banco de España como la ley manda), los demás bancos deben retirarse cuanto antes de Banesto en signo de normalidad y neutralidad. Mientras la gran banca siga apiñada en tomo a un problema ajeno, que sólo el Banco de España debe resolver no se podrá evitar la sospecha de que sigue ahí, dando cobertura a la autoridad por temor a su propia debilidad. Se entiende que el poder estatal, acostumbrado a la impunidad que le otorga la ingenua confianza del «homo políticos», trate al representante de la Morgan como a un empleado sin poder. Pero será temerario esperar el mismo infantilismo del «homo economicus» que es el cliente bancario.

El ciudadano normal permite que se juegue con su voto político, pero no con su dinero. En el campo de los intereses materiales domina una actitud precavida que se torna ciegamente desconfiada al menor signo de peligro. Sucede lo contrario en la esfera política, donde la actuación mental de los gobernados no supera la de un niño. Tan pronto como el poder establecido lanza una señal de alerta, un miedo irracional les hace depositar toda su confianza en los gobernantes. El Banco de España ha iluminado Banesto con la luz roja que habitualmente enciende el Gobierno para solventar sus atolladeros políticos. Pero si el miedo que produce la declaración oficial del estado de crisis del sistema financiero español, llegara a enfrentar la reacción de confianza en la autoridad política y la reacción de desconfianza en las instituciones de crédito, la banca no debería ignorar que sería esta última la que prevalecería en sus depositantes. Que no están necesitados de buenas palabras, sino de hechos que contradigan el estado de necesidad en que parecen encontrarse las entidades de ahorro y crédito. Metidas en el agujero de Banesto que JP Morgan se aprestaba a rellenar. Real o atribuida, la cazurría del gobernador. «Usted no es el Sr. Morgan», puede convertirse en la frase mítica de una catástrofe. Porque «usted, Sr. Rojo, no es gobernador de una banca privada nacionalizada».

EL MUNDO. LUNES 10 DE ENERO DE 1994


Blog de Antonio García-Trevijano

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