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El mensaje del partido gubernamental sobre la condición obsoleta de los sindicatos es sintomático del estado en que se encuentra la izquierda. En este artículo, llamo izquierda a lo que se llama a sí mismo izquierda. Es tan infantil como preguntar a alguien, para saber como es, la opinión que tiene de sí mismo. Pero así se ha hecho el carácter de nuestra cultura política. Es lógico que la falsedad forme su personalidad como la mentira la de la infancia. La izquierda política, en el Gobierno, cree que la izquierda social está desfasada porque aún es reivindicativa, en unos tiempos donde el trabajo se ha convertido de una pena en un tesoro, que al parecer no necesita ser remunerado. Impedir una pérdida de capacidad adquisitiva en sueldos y pensiones es pedir demasiado.

Pero todos saben que esta modesta ambición sindical sería diferente si, en lugar de estar frente a un Gobierno de izquierdas -que tantea formas indirectas de reducir ese poder adquisitivo, estuviera ante un Gobierno de derechas ansioso de credibilidad democrática, que aquí se otorga según criterios de demagogia social. Unos sindicatos capaces de lograr el 14-D contra un Gobierno de izquierdas, y que fracasan frente a su política social, tienen el poder/deber de cambiar de táctica para que, con la ayuda parlamentaria de IU, ese Gobierno decline su conducta reaccionaria o entregue el testigo a una derecha que será, por necesidad, liberal y demagógica. Donde hay intereses de clase o de categoría habrá conflicto social. Donde existan salarios, beneficios y libertades, habrá sindicatos. Y donde haya sindicatos, serán reivindicativos o no serán. En defensa de los intereses que representan, nada puede coartar su libertad de acción, salvo las leyes que definen sus condiciones mínimas de representatividad y máximas de coacción. Toda ley es una solución autoritaria a un conflicto de intereses sociales que la autonomía privada no puede resolver. Por eso, los sindicatos deben conseguir mediante leyes lo que no puedan lograr de las clases opuestas o divergentes mediante pactos. Y en esta procuración de leyes en favor de una clase, por afectar a la relación de poder en el Estado, la gestión sindical realiza una acción de política pura. Esta clara idea del sindicalismo clásico se oscureció cuando el Estado dejó de ser liberal -teóricamente neutral- para convertirse en patrón de millones de asalariados y deudor de millones de pensionistas. Y se ennegreció cuando los partidos dejaron de ser societarios para devenir estatales.

Los partidos-gerentes de la economía pública consagraron entonces la doctrina, procedente del anarquismo, de que la acción sindical debe ser apolítica. Lo que hoy equivale a decir que no debe estar dirigida contra el Gobierno-Estado. Los dirigentes sindicales se creyeron tal absurdo, dominante en la opinión, y no se atrevieron a explotar el éxito político de la huelga ciudadana del 14-D. El apoliticismo sindical es un mito. No fue real con los sindicatos anarquistas, ni con los verticales. El economicismo ha sido la manifestación primitiva de la conciencia sindical. La naturaleza política de la huelga no depende de la naturaleza de sus reivindicaciones, ni de las motivaciones de los dirigentes, sino de la importancia del movimiento y de la condición pública del destinatario de la protesta. El apoliticismo sindical, en una economía mixta de dos sectores, orientada por el Gobierno-Estado, haría marchar al movimiento obrero sobre una sola pierna. Sus defensores no parecen demasiado conscientes de la contradicción de su postura: fomentar el pacto sindical con el Gobierno, que es un acto político, y negarse a admitir que los sindicatos estén legitimados para madurar ese pacto con los medios de presión política que les son propios. No hay diferencia entre una huelga para inducir al Gobierno a pactar, y una huelga para hacer dimitir a un Gobierno recalcitrante y poder pactar con otro mejor dispuesto. El avance de la crisis pone en entredicho no sólo la capacidad política del partido ministerial, que sigue deprimiendo la demanda interna con su manía de grandeza monetarista, sino a todas las piezas políticas y sindicales de un sistema de poder que, al no saber reaccionar ante la culpable pasividad de un Gobierno sin mayoría, confiesa su impotencia para cambiarlo por otro, de mayoría, que meta en vereda sensata a la economía productiva.

EL MUNDO 06/09/1993


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