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El «impulso democrático» traduce, como concepto y realidad, la falsedad política y moral de la transición. Por el absurdo que expresa, por el cinismo que encierra. Las reglas de la democracia constituyen su propio juego político, como las de ajedrez, el suyo. Son democráticas o ajedrecísticas desde el primer impulso creador o no lo son nunca. La regla un poco democrática es noción tan jocosa como la de mujer un poco embarazada. Ningún impulso posterior, fuera de un arrebato de amor constituyente, la puede democratizar o embarazar del todo. Y sin embargo, esta es la tontería que se dice cada vez que se alude a la juventud de «nuestra democracia», para justificar los defectos formales de un régimen de poder que no es democrático.

Los jugadores pueden aprender a utilizar mejor la democracia para que su juego sea más eficaz frente a la ignorancia, la pobreza o la injusticia. Por eso es positivo jugar, aunque sea mal, la democracia, como es negativo jugar, aunque sea bien, las reglas de la oligarquía liberal, creyendo que esta barbarie es la democracia. Se tolera así a empedernidos jugadores políticos lo que no toleramos a un jugador de ajedrez de siete años. Que, por muy aprendiz que sea, está obligado a mover las piezas igual que el campeón del mundo. Referido, como está, a las reglas formales de la política, el eslogan «impulso democrático» demuestra que el gobierno y la oposición -¡negociadores de un impulso!- son conscientes de no estar bajo un régimen democrático y de no querer cambiarlo. Ya que ese eslogan, correctamente explicitado, contiene el siguiente mensaje: «Yo, después de once años de mayoría absoluta, me doy cuenta, sin esa mayoría, de que las reglas de que me he valido hasta ahora, para no ser controlado, no son democráticas. Por consiguiente, daré un impulso que, por proceder de mí, es ya democrático».

El colmo de la estupidez no está en quién la elabora, sino en quién, creyendo o no en ella, colabora. En quienes, desde la oposición hasta los medios informativos, toman en serio esta farsa política. No había que esperar al resultado negociado de este impulso al cambio del cambio para saber que, de ser algo más que nada, sería un basto empujón antidemocrático de la oligarquía de partidos para frenar la conciencia social de necesidad de la democracia política para seguir en un régimen «parlamentario», donde el Parlamento no pueda controlar al Gobierno, ni investigar la corrupción de los partidos gobernantes.

Si los dos partidos principales se ponen de acuerdo para ocultar sus respectivas corrupciones, como han hecho hasta hoy, ninguna minoría parlamentaria podrá obtener la constitución de comisiones de investigación. Si la sospecha de delito imputable a un miembro de la clase política se somete a investigación judicial, a fin de sancionar su responsabilidad penal, queda excluida toda posibilidad de investigación parlamentaria, para depurar su responsabilidad política. Si una lista de diputados solicita dos veces una comisión de investigación en el Parlamento queda inhabilitada para pedir otra durante ese año.

La mayoría absoluta del partido gobernante no necesitaba antes regla alguna para impedir su control parlamentario. Ahora que la ha pedido se asocia con el primer partido de la oposición, mediante una regla que tampoco lo permite sin consentimiento de una mayoría absoluta concertada. Hemos, pues, empeorado. La oligarquía partidista española, cegada por su bastarda ambición de poder y de reparto a la italiana, es más audaz y orgullosa que la francesa. Ha preferido una cínica regla de autoimpunidad a la humillante ley de autoamnistía.

EL MUNDO 27/12/1993


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