Claro

Oscuro

Desde principios del 77, estoy tratando de convencer a la parte más culta y sincera de la opinión de que la Constitución de la Monarquía de partidos, teniendo legalidad, no tiene legitimidad democrática. Ni por origen, ni por forma legal, ni por ejercicio. Y me importa aclarar, para no parecer utópico o imbécil, que mi denuncia no pretende, porque no puede, cambiar este Régimen por una República Constitucional. Lo que subvierto con mi palabra no es el orden político establecido, sino la errónea o falaz opinión que se tiene de él. Hablo como jurista político. Y, por respeto a la verdad, llamo a las cosas por su nombre propio. La forma de gobierno definida en la Constitución, una oligarquía de partidos sin separación de poderes, es la realidad sustancial y formal del poder político en España. Llamarle democracia supone un atentado al orden público del conocimiento y un desprecio de la realidad.

El lenguaje político, nacido para designar con nombres amables o despectivos, y no con voces descriptivas, las razones de mando y obediencia, carece de términos que expresen la diferencia entre realidad y apariencia. Llamarlas con el mismo nombre produce confusión. Y con un nombre amable, ilusión. El infantilismo de los gobernados se debe a la confusión del discurso sobre el tipo de gobierno que consienten, y a la ilusión de sus mentes sobre la realidad que viven. Los pueblos engendran opiniones favorables al régimen existente porque, en medio de la confusión, nada les gusta tanto como hacerse ilusiones sobre su propia importancia. Creen lo que dicen los gobernantes, sin atender a lo que hacen. Ejemplos: “la dictadura es democracia orgánica y la oligarquía de partidos, democracia representativa”.

La pobreza del lenguaje político no sólo es consecuencia, sino también causa de la miseria del conocimiento sobre el poder. La ofuscación del vocabulario y la neblina que vela la realidad en las gafas ideológicas del observador, explican la falta de una ciencia que nos ayude a salir de la oscuridad de las razones que nos damos para obedecer a cualquier clase de gobierno. De ahí la importancia del estudio de las formas para conocer la realidad de poder que traducen. La forma jurídica del poder constituye una capa de realidad menos profunda, pero no menos real, que la de los estratos sociales de donde emerge. Y aunque pocas personas pueden conocer la realidad sustancial de tales estratos, todos los gobernados podrían ver la realidad formal del gobierno, sin dejarse engañar por la propaganda, si pusieran en la política el mismo grado de interés que en los temas familiares o económicos. Nadie podría, entonces, llamar democrática, sin ser tachado de mentiroso, a la Constitución y a la vida oligárquica del Estado de partidos.

Pero justificar la falta de lucidez de los que obedecen en la naturaleza misma del hecho político, es absurdo. A la condición humana se le puede atribuir el hecho histórico de que unos pocos manden y los demás obedezcan. Pero no que éstos ignoren o falseen las causas de su obediencia. Pues también los gobernados, aunque no lo parezca, son seres dotados de razón. Tampoco está fundada la creencia de que si la mayoría gobernada supieran tanto como la minoría gobernante, se rebelaría contra ella. Con tal creencia no se explicaría que la familia y la economía estén basadas en principios de autoridad. Los hijos y empleados, cuando son más instruidos que sus padres y sus empleadores, tienen aún más claros los motivos de su obediencia. La verdadera dificultad para designar la forma de gobierno con su nombre apropiado está en que también la ilusión, por ser natural, tiene algo de verdad y de relación con la realidad. Cambiar el nombre inapropiado de las cosas comienza a subvertirlas. Aunque la subversión del lenguaje sólo sea una subversión de las ilusiones, no es políticamente inocente. Decir que esto no es democracia es invitar a desearla.

LA RAZÓN. LUNES 10 DE MAYO DE 1999


Blog de Antonio García-Trevijano

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