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El nacionalismo terrorista hace sentir la necesidad de dialogar con el nacionalismo gobernante en el País Vasco. Los partidos estatales simulan reclamar ese diálogo y ninguno lo practica. La hipocresía lleva al delirio en los partidos principales. Tantos años de represión de la violencia separatista y ahora descubren de repente que, en su arsenal antiterrorista, faltaba el arma fundamental: un pacto expreso de los partidos constitucionales ¡contra los asesinatos de ETA!

Ninguna persona decente, y en sus cabales, admitiría la necesidad de vincularse, y de humillarse, mediante un pacto con otro, a lo que estaría naturalmente obligada, no solamente por su conciencia moral o su deber social, sino por lo que es más infalible que los productos de la reflexión o la voluntad: su sano instinto animal. Los firmantes del pacto contra el terrorismo están reconociendo que sus instintos y sus conciencias de rechazo del crimen son tan pendientes de los vaivenes políticos que deben ser reforzados con medios convencionales. Mal debe andar una sociedad que aprueba, sin escandalizarse, la necesidad o la utilidad de un pacto entre sus dirigentes contra el crimen organizado. ¿Qué pasaba antes del pacto? ¿Pedía la dialéctica del crimen que, con la tolerancia del asesinato, se mantuviera abierta la puerta de la negociación? El pacto no respondería entonces a una exigencia moral, sentida tras el fracaso de la tregua, sino a la voluntad de cerrar horizontes políticos en la represión antiterrorista. La reducción a lo penal y policial hace imposible el diálogo, no sólo con el PNV y demás formaciones vascas no vinculadas a ETA, sino con todos los otros nacionalismos periféricos. Por eso Pujol ha sido el exponente del carácter superfluo de ese pacto.

Una sociedad culturalmente dominada por el consenso olvida pronto que dialogar, el arte de dirimir una controversia por medio de razones lógicas, no es lo mismo que hablar o darse a entender. Y no hay que hablar con el PNV para saber su postura. Al gobierno vasco y el PNV, que no son órganos del terror, les conviene que, sin negociar cuestiones políticas con ETA, sea imposible acabar con el terrorismo. Y, para acrecer la presión nacionalista sobre el Estado, quiere ser el artífice de esa negociación. El Gobierno central no puede ser indiferente a las condiciones de la salida negociada del conflicto. Es natural que no confíe en un partido que pretende alcanzar, de modo pacífico, la meta que el terror persigue de modo violento. Pero no es natural, por no ser liberal ni democrático, que mediante un pacto con el PSOE cierre las puertas no ya a la negociación con ETA, harto comprensible, sino a la viabilidad de un partido gubernamental en el País Vasco que defienda la negociación como modo principal de desarmar a ETA. El pacto no contiene unas bases mínimas para iniciar el diálogo con el nacionalismo vasco, sino un decálogo final que lo haga imposible. No se trata así de una cuestión de principios, sino de una táctica que busca sus frutos en las urnas.

Esta táctica sería legítima si no se revistiera de ropaje moral superfluo. Lo que humilla al nacionalismo y suscita ánimos de represalia es mucho más la insoportabilidad del daño superfluo, que la inevitabilidad del agravio necesario.

Lo necesario no es nunca vergonzoso ni humillante. Ni siquiera la instrucción para un sabio (Sófocles). Falta por saber si el diálogo con ETA viene impuesto como «necesidad dialéctica» del hecho terrorista, en cuyo caso el pacto PP-PSOE está llamado, como parece, al fracaso; o sólo se trata de una «superfluidad dialógica» de los discursos dispares del nacionalismo vasco.

El frente antinacionalista unirá el destino gubernamental del PNV al porvenir existencial de ETA. Y nada se debe esperar del diálogo entre vecinos no contrariados con fines opuestos. Al no ser dialécticos, también es superfluo.

LA RAZÓN. JUEVES 4 DE ENERO DE 2001

 

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